Naturalmente que uno escribe cuando piensa que tiene
algo que, saliendo de lo más hondo vale la pena expresarlo y trasmitírselo
a otro. Escribir es rescatarse de un abismo silencioso, es liberar el ser
de la prisión interior y lanzarlo al desafío de convivir, a través del valor de
las palabras, con el extraño mundo de los demás. Es atreverse a trajinar
el vasto territorio de lo desconocido que, en ocasiones linda, con el delirio
y la locura. Es sacar de la meditación intima a la superficie un pensamiento,
una idea, una ficción, una fantasía que creemos tiene el mérito o el valor de
ser compartida. Por eso, ante todo, escribir es entonces romper la soledad
y desafiar el aislamiento. Sin embargo, no es una tarea sencilla. El reto
de enfrentarse a las cuartillas en blanco constituye una monumental batalla
del talento y de la inteligencia para lograr traducir, pulcramente en
palabras, la fuerza de las ideas o de los sentimientos. Es un proceso complejo
porque como bien lo dijo el escritor y filósofo Max Aub, en sus célebres « Aforismos
en el Laberinto» «escribir es ir descubriendo lo que se quiere decir».
Aprender a dominar las palabras es lo que nos hace realmente humanos y
profundamente racionales, pensamos nosotros.
Pero, en este trance influyen, de poderosa manera,
la personalidad, el medio, los conocimientos, el tiempo histórico en que se
vive y la acendrada pretensión de conquistar lectores. Esta constituye la
ambición suprema del escritor. Su tragedia, por el contrario, es no tener
lectores. El dolor y la frustración que genera por ejemplo el fracaso de
un libro o ausencia de reconocimiento de la crítica. En estos casos los
escritores llegan al extremo de quedar atrapados por las garras del
silencio por un periodo determinado o definitivamente, según la gravedad del
caso, y de esto hay numerosos ejemplos en la historia de la literatura
universal. Inicialmente más que fama y gloria lo que el escritor busca con
afán son lectores.
Además, quiérase o no el escritor termina siendo
una legítima expresión de la vida de su tiempo. Su mente, así quiera
elegir el deleite de la escritura solitaria, no logra escapar plenamente de
los elementos de su entorno exterior que tienen de todas maneras influjo en
su tarea intelectual. El paisaje, la gente, la música, el ambiente, las
cosas, el ruido de la calle, la atormentada visión del noticiero, el suplicio
del teléfono invaden con su presencia, de manera avasallante, el mundo
interior del escritor. Razón tenía Camilo José Cela cuando expresaba que «una
gran obra solo puede ser producto de una gran soledad». Y en esta meditación
aparece siempre la relación entre periodismo y literatura, la preocupación por
establecer hasta donde el primero sacrifica a la última o por el
contrario, el ejercicio del periodismo conduce, en muchos casos, a la
anhelada perfección literaria. Pero, quizás por todas estas cosas
sentimos el impulso y el placer de escribir libremente, pensando que al
hacerlo, coincidimos con la española Rosa Montero cuando afirma que «escribir
es flotar en el vacío».