PERIÓDICO EL PÚBLICO
A los 14 años la vida se vive de manera acelerada. Todo se quiere conocer, todo se quiere probar y ojalá muy rápido. Es como si la adrenalina quisiera salirse del cuerpo. Como si una energía galopante amotinara la sangre reduciendo los espacios internos  anhelando devorarse el horizonte de una sola dentellada.
Esas ganas nunca contenidas lo auparon para calzarse sus nuevos patines en línea, después de concretar con sus primos la aventura del día en su entrañable Popayán. Aunque residía en Bogotá viajaba frecuentemente a la capital caucana a encontrarse con los familiares con los que compartió su niñez. La cita era en la Ermita. La pequeña cuesta y el empedrado de su calle eran los aderezos para descender acelerados y disfrutar del vértigo de la velocidad. La felicidad de sus carcajadas retumbaba en la pequeña capilla, que remata la calle con su vieja espadaña desvencijada desde el terremoto que sacudió la ciudad en una semana santa aciaga.
Bajaban inundados de alegría. Y cuando con lentitud se devolvían hasta lo alto de la colina, evaluaban los detalles que habían impedido un descenso más acelerado para corregirlos en intentos futuros. Y mejoraron. Descubrieron que el empedrado del angosto andén era menos brusco y facilitaba aumentar el impulso. Además, las ventanas de las casas, adornadas con rejas que se comban hacia afuera, los obligaban a agacharse o a esquivarlas con habilidad para evitar golpearse con los barrotes de fierro.
La competencia se pactó de la siguiente forma. Saldrían desde la puerta de la Ermita, a la carrera bajarían los pocos escalones empedrados y saltarían hasta la acera y por ella descenderían esquivando los barandales de las ventanas hasta la esquina en la que doblarían en ángulo recto para evitar el peligro de la calle. El colorido de sus camisetas contrastaba con la blancura de las paredes payanesas.
Los muchachos iniciaron. El verano brillaba en su esplendor, pero la tarde temprana estaba fresca, pese al sol. La hilera de risas se deslizó frenética hasta llegar a la esquina… donde un bus de servicio público, afanado por marcar la tarjeta que verifica el cumplimiento cronométrico de sus recorridos, los atropelló. Las paredes se tiñeron de sangre. El vehículo sólo se detuvo media cuadra más abajo. Tendidos quedaron los tres primos. Algunos transeúntes corrieron horrorizados tratando de auxiliarlos. Otros, presos del pánico, se cubrían la cara con sus manos queriendo no ver lo sucedido.
Dos jóvenes quedaron gravemente heridos. El otro puso su cabeza de tapete a las llantas del bus. Su cerebro quedó regado por la aveniday su bello cuerpo despedazado. Mientras llegaba el apoyo médico y la policía, la gente quería linchar al conductor del bus, quien asustado culpaba a los heridos del accidente.  La guerra del centavo, esa que motiva a los buses y busetas a desbocarse corriendo, había  truncado unas vidas.
Los atardeceres de Popayán son de antología. Pero el de ese día fue el más melancólico y triste de todos. Una vida se había perdido y dos jóvenes quedarían lisiados para siempre. Pablo, mi hijo, había muerto. El sol parecía llorar mientras se acurrucaba entre las montañas.
www.agustínangarita.com.co