PERIÓDICO EL PÚBLICO
Néstor Humberto Martínez Neira
Socio de Martínez Neira Abogados Consultores

El caso de las megapensiones de los congresistas y magistrados es apenas un episodio más de la mayor felonía que se está consolidando contra nuestro Estado de derecho, que por ser “social” –como lo define la Carta del año 1991–, pareciera haber dado patente de corso para el desconocimiento de cualquier clase de derechos adquiridos de buena fe y con justo título.

En medio del alborozo de la galería, por fallos como el de la reducción de las pensiones otorgadas por la ley a políticos y servidores de la justicia, lo que se está comprometiendo es la certeza ciudadana sobre sus derechos y la debida observancia que sobre los mismos deben las autoridades.

Con este desprecio institucional por los derechos adquiridos, no será posible que Colombia pueda ser modelo de protección a las inversiones que, en últimas, son las que jalonan el desarrollo económico y social de cualquier país.
La inseguridad jurídica que se vive no es asunto de nueva data. En nuestro concepto, su mayor expresión se alcanzó el día que la Corte Constitucional grabó una sentencia por la cual se arrogó el derecho de que sus fallos puedan tener efectos retroactivos. Algo francamente insólito, que en buena hora pretendió corregir por enmienda constitucional la malograda reforma a la justicia. La posibilidad de que las sentencias de la Corte Constitucional puedan afectar situaciones jurídicas consolidadas previamente a su expedición ha llevado a que en sus conceptos algunos abogados adviertan que sus opiniones jurídicas serán siempre relativas, ante la posibilidad de que el estado de cosas en derecho pueda ser modificado en el futuro por una sentencia retroactiva del tribunal constitucional. ¡Quién lo creyera!

Desde entonces se ha dado rienda suelta a toda clase de fallos inicuos. El que recientemente ha afectado a los exmagistrados y excongresistas no es el único. Pero sí el primero que toca a la clase política y a la judicatura misma. Porque acudir a la defensa de los derechos de los políticos y de los magistrados se ha vuelto tan impopular, como asumir la defensa de los derechos de las instituciones financieras o de los industriales o de los inversionistas extranjeros.

El único que no sucumbió frente a la presión mediática en el caso de las megapensiones fue el Procurador General de la Nación, quien oportunamente señaló la necesidad de preservar los derechos adquiridos, como lo ordena la Constitución Política. Y bien lo hizo, no solamente desde el punto de vista jurídico, sino desde la perspectiva sociopolítica. Porque a la nación toda hay que llamarle la atención de que se toma un camino errado cuando el Estado de derecho conculca situaciones jurídicas consolidadas. Si el linchamiento jurídico promovido contra los beneficiarios de las pensiones altas se justifica por la precariedad del ahorro pensional, lo que justamente deberían hacer los comentaristas y editorialistas sería exigir responsabilidades concretas por la pérdida miserable de los ahorros de millones de pensionados, que se esfumaron en manos de entidades públicas.

Los jueces miran con preocupación lo que ahora les pasó. Pero ellos mismos son responsables de que el país avance por este sendero. Por ejemplo, en medio de la crisis hipotecaria de los años noventa el mismo Consejo de Estado confirmó la validez de circulares de la Superintendencia Bancaria que ordenaron a las corporaciones de ahorro y vivienda devolver dineros que se habían cobrado con estricta sujeción a los contratos de mutuo celebrados con sus clientes, a la luz de la legislación entonces vigente. Pero permitieron que las nuevas regulaciones se aplicaran con efectos retroactivos, reduciendo las tasas pactadas, llevándose de un tajo los principios que sobre la materia establece la Ley 153 de 1887. Porque en esa época lo impopular era la defensa de los bancos hipotecarios, así se hicieran trizas los derechos adquiridos y la estabilidad de los contratos.

En medio del festín contra la seguridad jurídica participan todas las autoridades. Aterra, por ejemplo, que en el Congreso avance un proyecto de ley en materia de concesiones que aporta al derecho comparado de la contratación administrativa, una nueva facultad exorbitante: la relativa a la posibilidad de que por motivos de utilidad pública e interés social, la entidad pública pueda dar por terminados unilateral y anticipadamente, mediante acto administrativo debidamente motivado, los contratos de concesión de proyectos de infraestructura de transporte (art. 13 del proyecto de ley de infraestructura). ¿Habrá acaso algún contratista responsable que ofrezca al país llevar a cabo una obra vial por concesión ante esta posibilidad?

Llegó el momento de hacer un alto en el camino y advertir sobre los riesgos de la fiesta irresponsable que se adelanta contra la seguridad jurídica. El guayabo mañanero de esta parranda, muy colombiana, será mortal.