Por:
AGUSTIN ANGARITA LEZAMA
La corrupción es
quizá el problema más grave que aqueja nuestra sociedad. Claro está que no es
un problema exclusivamente nacional. De ninguna manera. Es un problema mundial,
que carcome hasta las sociedades más desarrolladas y civilizadas. Pero
limitarnos a decir esto es consuelo de tontos. La corrupción inicia en la no
interiorización y asimilación de la ley. En unos casos porque la ley es injusta
o favorecedora de intereses particulares; o porque preferimos la subcultura de
la viveza en la que la ley es “para los de ruana” o para los giles, o porque
hay que aprovechar el “cuarto de hora”. Además, nos encantan los atajos,
privilegios y ventajas exclusivas. Y como nuestro verdadero dios es el dinero,
hay que rendirle culto permanente.
Luchar contra la
corrupción es, entonces, una tarea muy difícil. Casi imposible de erradicar. Me
recuerda lo que decía el ex presidente Julio Cesar Turbay, que la corrupción
había que mantenerla en sus justas proporciones, evitar que se desborde pero
muy complicado acabarla. Para combatirla se necesita la voluntad de todos no de
tres o cuatro.
Es por eso que
causa sospecha el discurso que quieren enarbolar algunos presentándose como los
abanderados de la moral y los cruzados contra la corrupción. Ellos no buscan
acabar con los corruptos sino reemplazarlos, sustituirlos. Las prácticas sucias
van a seguir pero con ellos como protagonistas. ¿De dónde aquí, seres humanos
que se han destacado por su ambición por el dinero y por acumular prebendas,
van a ser los que defiendan la ética que nunca han tenido y los que protejan la
moral pública que siempre han escamoteado? Hay que dudar y mucho de esos
discursos mesiánicos que hablan de honradez para ocultar apetitos insaciables
por lo que no les pertenece.
Entristece
descubrir que tanto en las entidades públicas como en las privadas suceden
cosas similares en lo que a corrupción corresponde. Esta muy bien que se
vigile, pero para cuidar y proteger, no para aprovecharse de lo vigilado y
menos del vigilado. Es claro que se debe denunciar sin temor, pero cuando se
tengan pruebas irrefutables de lo que se denuncia, no por simples indicios, o
por favorecer oscuros intereses politiqueros. Ahora que está de moda hablar del
matoneo, es importante que nos demos cuenta que no es un tema exclusivamente de
las instituciones educativas. Es horroroso escuchar como personas sin ninguna
prueba acusan a otros, generalmente funcionarios, de cometer todo tipo de
delitos. El problema no solo es la calumnia, es que los acusados tienen hijos, esposa,
familia y allegados, y estos conocidos que escuchan en los medios por donde se
acusa sin fundamento a su familiar o amigo. Muchos niños son abucheados por sus
compañeritos de clase o de juegos porque escucharon por un medio de
comunicación que su padre era corrupto, tramposo, ladrón o como para algunos
les parece gracioso decir, una rata…
Muchos de estos
acusadores invocan de manera constante a Dios. Valdría la pena que recordaran
antes de juzgar a priori, lo que él enseñó cuando vio la muchedumbre que
apedreaba a una mujer que señalaba de pecadora irredenta: “el que se sienta
libre de pecado, que tiré la primera piedra”.