Por: Alberto Bejarano Ávila
Unos piden y otros ofrecen, pero quien pide no recibe y quien
ofrece no da, así es el juego del espejismo y la ilusión o mercadillo pachucho que
hizo de la típica lechona una metáfora que da significado a ese leonino trueque
de votos por fábulas que convirtió a Colombia en “la democracia más madura de
AL” y a Ibagué y al Tolima en territorios de frustraciones crecientes.
Vivimos días de retórica refrita, de banderizos arcaicos,
del paladín del cambio polarizante y “lorudo” y de un barullo de sitios
políticos: derecha, azul, ultra derecha, centro derecha, verde, izquierda,
amarillo, izquierda moderada, rojo, extrema izquierda y hasta “jaspeaditos”.
Repetimos tiempos y lugares políticos que siempre dejaron pocos ganadores y
muchos perdedores.
Ganan contratistas, barones electorales y burócratas,
ganancia sólo censurable si media la corrupción y se excluye al talento
regional, es decir, casi siempre censurable. Pierde quien quiere trabajar o no
ser informal, trato digno en la enfermedad, estudiar, movilizarse, recrearse, servicios
públicos eficientes, oportunidades para sus hijos, espacios de cultura y
deporte, seguridad, medio ambiente sostenible, progreso y modernidad, hacer
empresa, cultivar frutos de pan coger, respeto como ciudadano y consumidor, es
decir, casi todos resultamos perdedores.
¿Existe otra vía
para lograr progreso y equidad social en el Tolima? Esa vía existe y parte del reencuentro
intelectualmente decente del tolimense con grandes causas sociales que fueron invisibilizadas
por los pequeños intereses. Tal reencuentro supone pensar la política de
diferente manera y actuar en consecuencia para conquistar la autonomía regional
y así construir una visión de futuro que anime la cohesión social, unas
relaciones comunitarias fundadas en la solidaridad y la identidad, un orden
político propio, un poder de decisión sobre los recursos naturales y una democracia
económica que haga posible el crecimiento económico endógeno y el anhelo de ser
realmente territorio de emprendedores exitosos y, como tal, una verdadera región de dueños.
Existen muchas razones para el escepticismo pero ninguna
para claudicar porque adelante está el futuro de los hijos y los nietos y, por
ello, el quid del asunto es modificar el rumbo o seguir como venimos. No se trata
entonces de declararnos “mamados” de los anacrónicos y ortodoxos modelos
políticos sino de ejercitar una nueva política que empodere a cada comunidad municipal
y por ende a la comunidad regional, objetivo superior que no se logrará con la
lógica y el proceder del político anodino, antiético o sectario, sino con liderazgos
nuevos e innovadores.
Cualquier partido tradicional podría descentralizarse,
renovarse y asumir el regionalismo como norte ideológico, pero como ello no es viable
dada la tozudez y miopía de la vieja política, he de insistir en que el civismo,
respetuoso de las ideas de cada quien y consciente de que lo electoral es medio
y no fin, puede dar nuevos aires a la democracia y convertirse en fenómeno
transicional entre el centralismo partidista y los partidos regionales con
proyectos políticos regionalistas.
Si desde el civismo se nutre la democracia con ideas y se
deja la lechona para alimentar las tradiciones, no solo se elegirían gobernantes
socialmente sensibles, con ideas progresistas y sin ataduras al politiqueo,
sino que se produciría un impensado precedente de organización y acción
comunitaria que nos cohesionaría y motivaría para emprender con confianza las
tareas propias de construcción de futuro, con nuevas enfoques de desarrollo, espíritu
participativo, nuevos lideratos y, claro está, maneras más civilizadas,
decentes y abiertas de concebir y de ejercer la política.