Innumerables veces en diálogos, escritos y reportajes, el General
De Gaulle, símbolo de la grandeza de Francia, más allá de las horribles
guerras, aún aferrado al poder, a su goce, a su responsabilidad y a su
defensa, solía citar con especial énfasis la sentencia de Chateaubriand:
la vejez es un naufragio.
Simone de Beauvoir, camino de los setenta años, dedicó un libro a
analizar, con valores de su tiempo, el fenómeno, e inspirada quizás en la
terrible frase de Joubert "cosa horrible y que puede suceder, los
viejos quieren sobrevivir", planteó una nueva teoría de la actitud
del mundo moderno ante los viejos, destacando más de un elemento de crueldad y
de injusticia de la sociedad de la posguerra para la cual los ancianos, la
tercera edad, han conseguido avances de la ciencia pero no de la justicia
para su trato.
"Ahí, precisamente en la espalda, es que comienza a doler la
vejez. Como los árboles, la espina dorsal y cada uno de sus huesos se va
doblando dolorosamente y a los viejos se les castiga de ésta manera la arrogancia
echándoles hacia adelante y hacia abajo", expresó hace años con la
sobriedad de su prosa Alberto Lleras Carmargo.
Generalmente se piensa que el acomodamiento psicológico para la vejez
debe ser para el hombre y la mujer la pérdida absoluta de intereses o de
atracción por lo que fueran sus principales pasiones y preocupaciones
esenciales, el poder, la política, la fama, la belleza, el dinero, la gloria.
Una consoladora realidad sería aquella en que al ir deteriorándose la
persona humana fuera primero perdiendo las ganas que el poder. Sería una
consoladora situación de adaptación a la fatal pérdida del oído, de la
vista, del movimiento, de la lucidez. No suele ser generalmente ésta la
situa ción del viejo de nuestro tiempo, al que más bien, según las clases
sociales, se le ofrecen dispares horizontes para su final. En los estratos
bajos es abandono cruel, todo es desprecio y olvido, la tercera edad
convertida más en un flagelo familiar y en conflicto social que en otra
cosa. Injusta, terrible situación ésta que civilizaciones y países buscan
ahora, por un reparador cami no de grandes rectificaciones, cambiar.
En el libro de Simone de Beauvoir serpentean los terribles
interrogantes. ¿Será inevitable envejecer? ¿Por qué la vejez no puede
tener sus compensaciones? ¿Cómo debe la sociedad adaptarse con justicia a
soportar a los viejos que día a día aumentan en el mundo y poderles dar a ellos
un horizonte, un bello sitio de dignidad? Pero no es sólo el castigo de un
entorno de ocio, de soledad y de padecimiento lo que aparece como el
trágico final que espera a los viejos. Hay algo más, es la desgarradora
realidad de cómo la diferencia de clases patentiza la crueldad de los
martirios de la ancianidad; lo dice tantas veces Simone de Beauvoir y no
resistimos la tentación de citarla "La decrepitud senil ha dependido
siempre de la clase social a la que se pertenece y mi consejo es que más
vale ser burgués cuando se envejece que obrero, explotador que explotado".
Picasso, Goethe, Miguel Ángel fueron ejemplos de una
ancianidad productiva y amable que pudo en algo refutar la pesimista
teoría a que nos venimos refiriendo del libro de la novelista francesa.
Que envejecer no sea deteriorarse, dependerá en
tonces de un Estado justo y socialmente eficiente que alivie la decrepitud
física y espiritual de la tercera edad para que los viejos de nuestro tiempo,
aquí en Colombia , puedan afirmar solemnes, con la luminosa frase de
Clemenceau, otro anciano genial y productivo: "Es preciso en todo mantenerse firme hasta el
final e incluso más allá si ello es posible".