Unas veces se presenta como un hombre maduro, de mirada firme y con palabras medidas como piezas de ajedrez. Su estilo discursivo se adorna con imágenes surrealistas, giros metafóricos y expresiones rimbombantes que, lejos de ser un adorno vacío, se convierten en la huella de su manera particular de dominar la escena. Consciente del poder que encierran sus palabras, sabe que en cada verbo se refleja tanto la fortaleza de su cargo como la admiración, y a veces el recelo, de quienes lo rodean. Camina con la serenidad de quien entiende que el poder no se presume, sino que se ejerce.
Las noches sin sueño lo delatan: el peso de un proyecto político que pone en juego su destino y el de sus más leales colaboradores lo mantiene en vigilia. Su constante actividad en Twitter revela esa inquietud: escribe, opina y responde cuando la mayoría duerme, dejando entrever un espíritu que no descansa. Al día siguiente, su semblante a veces fatigado y su mirada desubicada confirman que el insomnio cobra factura. En esos momentos opta por desaparecer, buscar refugio en la distancia, alejarse del asedio de los medios y las exigencias del cargo, para luego volver a enfrentar con renovada entereza la rutina de su alta responsabilidad.
Sin embargo, tras la figura del político se oculta el hombre: uno que conoce la soledad de la cima, consciente de que cada decisión que toma puede marcarlo para siempre. En sus apariciones institucionales, en los canales públicos o en la Radio Nacional, la solemnidad se quiebra: el discurso, a ratos errático, dubitativo e incluso cómico, muestra el costado humano de quien, pese a su poder, no logra escapar del juicio implacable de la opinión pública.