El escritor payanés Juan Esteban Constaín Croce,
hizo el lanzamiento de su obra Álvaro. Su vida y su siglo, con motivo
del centenario del nacimiento del líder conservador Álvaro Gómez Hurtado.
Este libro, presentado ante un nutrido auditorio,
el 18 de julio en la biblioteca del Gimnasio Moderno de Bogotá, es un homenaje
de Constaín Croce a la obra y el legado del estadista Gómez Hurtado, a quien
conoció no solo a través de sus escritos, de su pensamiento, de su arte, sino
de Margarita Escobar de Gómez, en largas y amenas charlas, acompañadas de
meriendas.
El periódico La Campana agradece a este joven
y galardonado escritor su deferencia, al compartirle el prólogo de este
magnífico ensayo, que ha llegado a las librerías de todo el país y a diario más
lectores lo tienen entre sus manos.
Noticia
La primera campaña presidencial en Colombia de la
que tengo un recuerdo nítido es la de 1986. Mi familia era liberal —tan liberal
que yo pude salir conservador, aunque no del partido, por suerte— y le hacía
fuerza a Virgilio Barco. Todavía me acuerdo de unas banderitas rojas
triangulares que yo blandía en Popayán como si fueran ringletes: “Con Barco
unidos para el cambio”. Pero mi abuela, que tenía un parentesco con él porque
sus abuelos eran medio hermanos, sí decía: “Lástima que Álvaro Gómez sea tan
inteligente”. Fue una frase que me inquietó desde entonces, yo tenía 7 años. La
noche de las elecciones crucé la cuadra y arranqué unos afiches de Álvaro que Armando
Perafán, un vecino godísimo que teníamos, había colgado en su Renault 4 blanco.
Me pareció un acto de rebeldía, un gesto de victoria. Luego, con los años, me
acostumbré a ver a Álvaro Gómez como una figura recurrente del paisaje
nacional, siempre estaba allí. Una de las tantas mañanas en que no quise ir al
colegio, y solían ser muchas, demasiadas, vi una entrevista suya en la
televisión y recuerdo habérmela visto toda y haber pensado que mi abuela tenía
razón: Álvaro Gómez Hurtado era muy inteligente. Quedé como embrujado viendo
cómo movía las manos, el peso de cada una de sus palabras que caían sin
esfuerzo en el lugar perfecto.
Pero eso lo descubrí de verdad muchos años después,
cuando en mi adolescencia me dediqué a leer y a leer libros de historia y de
filosofía política. Sabía que me gustaban las ideas conservadoras, en el
sentido romántico de la palabra, pero no sabía muy bien por qué. Entonces me
leí un excelente libro de Alberto Bermúdez: Álvaro Gómez, su pensamiento
vive. Había pasado un año de su asesinato y me conmovieron, me maravillaron
todos los textos de Gómez que estaban recogidos allí. Era ese un discurso que
contrastaba no solo con la mediocridad del momento sino con la pompa vacía y
veintejuliera de la oratoria colombiana. En cambio aquello tenía profundidad,
belleza, encanto. Luego, en una librería de viejo en Cali, conseguí una ajada
edición popular de La Revolución en América: llegué a mi casa, la abrí, no
podía creerlo. Cómo era posible que yo no hubiera leído ese libro antes; cómo era
posible que ese libro tan brillante y erudito se hubiera escrito aquí. Ese día
me hice alvarista para siempre, y a mucho honor. Un alvarismo platónico,
digamos, ya sin ninguna aspiración electoral ni práctica. Pero cuanto más leía
de él y sobre él más lo admiraba y más me convencía de lo que pienso aún, y es
que Álvaro Gómez Hurtado fue el estadista más grande de Colombia en el siglo
XX.
Pero también, al convencerme de ello, entendí que
esa certeza no eran fácil de defender. Descubrí o recordé (ay, mi abuela) que
sobre la figura de Gómez gravitaban una serie de prejuicios y acusaciones muy
duros e imposibles de borrar. Ni siquiera cuando sus propias palabras o la
historia estaban en franca contradicción con lo que se decía de él, ni siquiera
así era posible desactivar esa animadversión histórica profesada en su contra y
que lo marcó para siempre durante su carrera política, y que también ha sido
uno de los caminos más recurrentes para aproximarse a su figura ya después de
muerto. Eso por no hablar de la impunidad que aún reina en torno al atentado
que le costó la vida, ese magnicidio ejecutado por lo que él mismo llamaba El
Régimen.
Lo mejor es que gracias a mi admiración por Álvaro
Gómez tuve el privilegio en la vida de conocer a su viuda, Margarita Escobar de
Gómez. Y puedo decir, con gran orgullo, que el nuestro fue un amor a primera
vista y que nos hicimos amigos desde ese día y para siempre. Hubo una época en
la que para mí no había más felicidad que irme una tarde entera a hablar con
ella y a tomar coca cola y comer pandeyucas. Yo la grababa (muchas de esas
conversaciones están presentes aquí, así como cartas inéditas de la familia) y
ella me contaba su historia asombrosa y apasionante, luego comentábamos
telenovelas, luego veíamos libros o fotos. Margarita fue para mí como una
especie de abuela adoptiva y una de las personas más importantes de mi vida; un
espíritu sereno, alegre a pesar de todo, culto, lúcido. Me parecía increíble
tenerla allí durante horas, hablando conmigo, pues la primera vez que leí a
Álvaro hablar sobre ella en un libro me pareció eso: que debía de ser
maravillosa tenerla allí durante horas, hablando con uno. Lo mismo, el mismo
milagro, me ocurrió con los libros de su biblioteca, que yo había visto y
codiciado en cientos de fotos y revistas. En esas épocas casi prehistóricas, en
el año 2001, digamos, no existía la posibilidad que hay hoy de ampliar con los
dedos las imágenes para verlas mejor. Y sin embargo yo hacía eso cada vez que
veía la biblioteca de Álvaro Gómez Hurtado: aguzaba la mirada para saber qué
libros había allí, para descubrir quizás alguno que él hubiera mencionado en
alguna parte. Hoy muchos de ellos están conmigo gracias a la amistad y la
generosidad de Margarita. Esa fue la lotería que yo me gané en la vida, y qué mejor.
El escritor payanés Juan Esteban Constaín
Croce, en el lanzamiento de su obra Álvaro. Su vida y su siglo, en la
biblioteca del Gimnasio Moderno de Bogotá.
Este texto que el lector tiene entre sus manos,
ojalá, es un ensayo que a mí se me salió de las mías. Lo digo tal cual. Yo
había escrito varias veces sobre Álvaro Gómez Hurtado y sobre mi relación con
él y con su familia y sobre todo con su obra y su legado. Siempre buscaba algún
pretexto, algún aniversario, para levantar esa bandera, después de lo cual me
veía obligado, sin falta, a explicarla y a justificarla, a demostrar que muchas
de las acusaciones que le hacían a Gómez, y que me las enrostraban a mí para
demeritar mis textos, eran el resultado de una tradición historiográfica y
narrativa llena de prejuicios y falacias en la que él y su familia encarnaban
de manera recurrente y sistemática, casi por derecho propio, por decreto, el
lugar de la maldad, del sectarismo, de la violencia, de lo peor en la historia
de Colombia. Ese es un debate interminable que he dado varias veces feliz, y
que aquí continúo y amplío en el límite de mis fuerzas; esto es lo que hay, por
mi parte ya creo que lo estoy diciendo todo. Pero también me afectaba mucho, y
se lo dije a Margarita y a sus hijos y sobrinos y nietos, a quienes hoy
considero mi familia, que la memoria de Álvaro Gómez hubiera sido judicializada
en exceso, a causa sin duda de la impunidad que desde el primer día ensombreció
las investigaciones sobre su asesinato. Dichas investigaciones son un
arquetipo, un modelo perfecto, de la impunidad en Colombia, y deshacer sus
entuertos e intrigas es una proeza que ha costado dolores sin cuento y aún más
vidas.
Pero siempre me pareció, desde hace años me lo
parece, que era una desgracia que para hablar de Álvaro Gómez estuviéramos
reducidos solo a invocar a los peores hampones con sus alias, a citar
expedientes, a llorar la injusticia. Lo cual no deja de ser una desdichada
paradoja, pues la justicia, que hubiera justicia, fue la obsesión política de
Álvaro Gómez toda su vida. Por eso me parecía y me parece que al mismo tiempo
que se investiga el magnicidio hay que rescatar y discutir, sí, su legado
político y filosófico, el de él, el de Álvaro, su obra más allá de su vida y de
su muerte. Hay que explicar su figura, narrarla con sus luces y sus sombras,
como las tiene todo el mundo. Porque además en ella, a través de ella, de
manera privilegiada, se revela también una historia del siglo XX colombiano y
mundial: un destino que convive con los hechos capitales que marcaron la
historia contemporánea aquí y en todas partes. Pero un destino a
contracorriente, eso es lo interesante, eso es lo mejor, un alma que se forjó
en el combate y en la lucha por sus ideas y creencias, la mayoría de las cuales
cuestionaban hasta lo más profundo muchos de los dogmas imperantes, muchas de
las verdades no comprobadas que envolvían, como un halo, los proyectos
triunfantes de tanta mediocridad.
Por eso este libro, aunque no siempre lo parezca
así, no es una hagiografía ni una apología, no es una causa de canonización,
aunque yo ya había escrito una cuando hice una novela sobre Gilbert Keith
Chesterton, en vos confiamos. No. Este es solo un ensayo de interpretación
histórica y biográfica, una aproximación filosófica y vital, más bien. Nacida
del afecto y la admiración, claro que sí, esa premisa la pongo ya sobre la
mesa, pero nacida también de la necesidad de entender, del afán sincero por
trazar desde el principio hasta el final el decurso de una vida combativa y
polémica, y riquísima, que por lo general se lee y se resuelve desde los
prejuicios y los sesgos de partido ya sea para exaltarla o despreciarla. Y ese
método no es útil ni bueno, porque en él se perpetúan las confusiones y los
lastres que hicieron de Álvaro Gómez Hurtado un símbolo, una especie de mantra
y pretexto para expiar en su nombre, en su pasado y su historia, los peores
rasgos del sectarismo político colombiano, así en la vida como en la muerte.
Los de antes y los de hoy, los de siempre. Y ese no es un capricho, no es una
consecuencia arbitraria y gratuita que los enemigos de Gómez impusieron porque
sí. Obvio que no. En esa visión de la historia hay mucho de historia también,
verdad histórica: la consciencia y el recuerdo de un discurso político que
llegó a ser sectario y fanático como el que más, y que luego evolucionó a la
par con la sociedad misma sobre la que ese discurso se proyectaba para bien y
para mal.
Así que si ese es el punto, el del relato de todos
los momentos en los que uno puede rastrear el dogmatismo y el sectarismo
políticos de Álvaro Gómez Hurtado, sus errores, sus pecados, la discusión es
muy fácil y muy cómoda y no hay ni siquiera que darla más. Para qué: en esa
verdad inamovible y revelada, que como ya dije tiene un sustento histórico
insoslayable, pueden instalarse, pueden seguir instalados y tranquilos quienes
ya lo tienen todo tan claro. Se trata, sin embargo, de una tristísima renuncia
a las posibilidades de comprensión verdadera que ofrece la historia misma, se
trata de una renuncia y un acto de ceguera e intransigencia muy parecidos a los
que sus enemigos les atribuyeron siempre a Gómez y a su padre, a Laureano, al
Monstruo. Ahí está el detalle, como decía Cantinflas, filósofo romano del siglo
I. Porque lo interesante del pasado son sus matices, sus vueltas de tuerca, sus
zonas más oscuras que de golpe se iluminan o adquieren otro cariz. Y en el caso
del siglo XX colombiano, en el caso de su violencia incurable, su guerra
vesánica, es muy importante, cada vez más, trascender las categorías narrativas
y explicativas que nacieron con ellas, con esa violencia y esa guerra, que las
prolongan y las atizan y las reviven sin beneficio de inventario, que están
teñidas tantas veces de su sangre y sus conflictos y sus pasiones. Es evidente
que la historia, como suele decirse con esa frase que les atribuyen por igual a
Winston Churchill y a George Orwell, a Napoleón Bonaparte y a Aulo Gelio, “la
historia la escriben los vencedores”; y es evidente también que la historia
colombiana del siglo XX, a pesar de todo el poder y toda la influencia que
ellos llegaron a tener, no la escribieron ni Laureano Gómez ni su hijo sino sus
enemigos, sus contrincantes.
Lo cual no los exculpa de ninguno de sus defectos,
que fueron muchos, quizás. Y eso es algo que trato de poner siempre por delante
en este ensayo: la forma en que Laureano Gómez, primero, y luego Álvaro,
encarnaron como nadie los conflictos y los excesos de su época, una época que
ellos, como conductores que fueron de su cauda, ayudaron a perfilar y a forjar.
De allí que su responsabilidad histórica para con ella fuera mayor, ese es uno
de los precios más altos que suelen pagar los líderes por su liderazgo. Y es
innegable que su discurso fue muchas veces incendiario y violento, un discurso
que atizó la barbarie del bipartidismo y de la guerra cuando habría podido
aplacarla. ¿Sí? Bueno, eso es algo que no se puede responder tampoco. Esa es
una hipótesis ‘contrafáctica’ que serviría muy bien para la ficción pero que no
tiene mayor sentido en la historia; todo habría podido haber sido distinto de cómo
fue, todo habría podido ser mejor. En especial cuando ya ha ocurrido y se ha
consumado: nada nos da más lucidez para entender el pasado, y juzgarlo, y
proponerle alternativas, que verlo desde nuestra distancia y nuestro pedestal:
desde nuestro presente, en el que ya nos sabemos el final de la trama. Entonces
es muy fácil y obvio señalar cómo habría podido ser todo para que no ocurriera
lo que al final ocurrió. La historia, por desgracia, por desgracia y por
suerte, es el reino de la libertad, como decía Benedetto Croce: la historia
ocurre solo como podía haber ocurrido —por eso ocurre— y eso es lo que nos
permite comprenderla y aprender de ella, verla como una fatalidad en la que sin
embargo los individuos, con sus actos, intuyeron y decidieron qué era lo que
tenían que hacer en cada momento de su vida, para bien y para mal. Por eso nada
está escrito; por eso la historia no se va a acabar jamás.
Y en esa historia de la Colombia del siglo XX el
papel protagónico de Laureano Gómez, y luego el de su hijo Álvaro, estuvo
atravesado por un discurso y una acción combativos que, como acabo de decirlo,
lo vuelvo a decir, contribuyeron sin duda a desatar esa “guerra civil no
declarada” que fue la de La Violencia, como aquí se llama, la del delirio
bipartidista que durante casi treinta años, entre 1930 y 1958, por poco acaba
con el país. Negar eso no tiene ningún sentido; de verdad que no, ninguno. Pero
al mismo tiempo hay que aceptar dos hechos adicionales que por lo general se
olvidan o se ocultan o se minimizan cuando se trata de estudiar y juzgar ese
periodo. El primero es que esos rasgos, el sectarismo, el dogmatismo, el
radicalismo, la intolerancia, etcétera, esos rasgos fueron una suerte de ‘marca
colectiva’ que caracterizó no solo a la familia Gómez sino a todos los actores
políticos que compartieron con ella ese tramo doloroso y aleccionador de
nuestra historia. Había allí, como lo trataré de explicar más adelante, y por
supuesto no soy el único que lo ha hecho, un ‘hábito’ heredado desde las
guerras del siglo XIX: el hábito de la anulación moral del otro, su negación;
la tradición de una ceguera ideológica, una guerra a muerte por el poder, en la
que no existía, no podía existir el diálogo democrático, la confrontación de
ideas y visiones del mundo sin que ella implicara un conflicto enajenado,
religioso, que tenía que desembocar en esa matanza y esa locura. Ese hábito no
era solo conservador y laureanista y alvarista; no. Por el contrario, desde él
se expresaban por igual las dos ideologías predominantes en Colombia desde el
origen casi de la República, y sus rasgos más agresivos y brutales, de lado y
lado, de lado y lado, de lado y lado, se fueron recrudeciendo con el tiempo y
después de la Hegemonía Conservadora, en 1930, provocaron un absoluto
desbordamiento de las pasiones y una auténtica guerra civil, tramitada sin
embargo dentro del empaque engañoso de un Estado de Derecho en tiempos de paz,
cuando era todo menos eso.
Hubo quienes más contribuyeron a ese
desquiciamiento de la vida civil, y hubo quienes menos. Eso debe discutirse a
la luz de la historia, de los hechos, de las palabras dichas o no entonces.
Pero se trata de una responsabilidad colectiva que luego muchos pudieron purgar
y borrar y negar desde el poder, desde su dominio del pasado y la memoria,
desde su posición preponderante, y ese juicio moral y político, sobre una época
entera muy compleja y tumultuosa, recayó solo sobre la figura de Laureano Gómez
y la de su hijo Álvaro, quien pagó por él hasta el último de sus días. Quizás
así debía ser, no lo sé. Pero el otro hecho que hay que aceptar es que ellos
dos fueron artífices también, cuando llegó el momento, de la fórmula que le
puso fin a esa guerra. Y esa paz, hablo de la paz del Frente Nacional,
implicaba un acto de contrición: la aceptación de que los dos bandos habían
perdido; el reconocimiento de lo equivocado que había sido ese curso de la
historia que los había llevado hasta allí. Desde entonces fueron ambos defensores
de un modelo distinto, un acuerdo sobre lo fundamental. Y se produjo en su
lenguaje, en su destino, un cambio, una evolución. Sobre todo en el caso de
Álvaro, porque fue justo en ese momento cuando asumió las riendas del grupo
político de su padre. Es ese el punto de quiebre que proyecta su influencia en
la política colombiana de las últimas décadas del siglo XX, desde 1960, y es a
partir de ese momento, también, cuando surge la ‘leyenda negra’ que sus
malquerientes y contrincantes tejen de él para cerrarle el camino. ¿Justa,
injusta? Pues hay en ella elementos ciertos e irrefutables: los de ese pasado
violento que todos allí compartían, que todos fabricaron juntos. Solo que Gómez
era una síntesis perfecta de ese pasado, un símbolo. Y lo era por sus actos,
por sus palabras. Eso lo entendieron muy rápido quienes se le enfrentaban y
preferían hacerlo con prejuicios que con argumentos, invocando su historia para
no tener que discutir con él en el presente.
Y esa leyenda negra tuvo también un ingrediente de
injusticia que implicaba la aceptación de frases y hechos tergiversados, de
lugares comunes sobre los que era mejor no volver para no tener que explicarlos
bien y rastrear en ellos la presencia de muchos más culpables, no solo los que
la historia oficial había fijado ya para siempre. Esa injusticia también lo era
porque negaba, de alguna manera, la evolución de Gómez, su compromiso con la
paz del Frente Nacional, por ejemplo, la honestidad intelectual desde la cual
defendía sus ideas. Por eso, cuando muchos de sus enemigos lo conocían por
primera vez, se sorprendían de encontrarse con un ser humano que no encarnaba,
para nada, los rasgos caricaturescos que se esperaban de él. Esa sorpresa la
ahondaba su universalidad: la desprevención y la erudición con las que era
capaz de acercarse a cualquier tema, cualquiera, en cuya comprensión siempre
despuntaban su agudeza, su lucidez, su interés hacia todo. Decía que esa
virtud, si es que lo era, se la debía al periodismo, pues un periodista es
aquel al que nada le puede resultar indiferente. Pero además no era
un hombre violento, ni intransigente, ni autoritario. Más bien al revés: sus
maneras de hombre tímido —aun en la plaza pública, aun desde el balcón— lo
llevaban a refugiarse en el arte, en la literatura, en el pensamiento para
poder ofrecer desde allí una explicación del mundo que lo rodeaba. Y era esa
explicación la fuente de sus ideas políticas, el punto de partida de su
doctrina y de su prédica.
No quiero “mistificarlo”, como una vez me dijo
alguien que lo odia: un heredero de La Violencia que en su casa liberal y
tolimense aprendió a odiarlo con el corazón. Solo trato de opinar desde mi
encuentro con él en los libros, en el afecto de quienes lo conocieron en la
intimidad, en las entrevistas, en su biblioteca que heredé, una parte de ella,
como el mayor honor de mi vida. Y trato de explicarlo y de entenderlo: a él y a
su padre, porque lo uno es imposible sin lo otro. Y al menos en su caso veo un
destino de compromiso y permanente batalla por las ideas, sí, pero librada esa
batalla, ya en la madurez, desde una altura que aquí no era común. Y veo su
fidelidad con lo que él llamó el “talante conservador”, pero enunciada desde la
evolución y el enriquecimiento de su pensamiento, de su estilo. Y veo a quien
muchos acusan de haber sido el gran instigador de la guerra en Colombia —una
acusación hecha casi siempre en tono atrabiliario y feroz, como suelen hablar
los pontífices de la tolerancia—, lo veo hacer la paz del Frente Nacional,
luego la Constitución de 1991 al lado de quienes dos años antes lo habían
secuestrado. Lo veo caminando solo frente a una multitud hostil, como lo hizo
una vez en la Universidad Nacional, con la mirada de curiosidad y respeto que
le permitió cruzar hacia el otro lado sin que nadie le dijera nada. Luego, ya
en un auditorio, muchos de esos encapuchados que lo rodeaban lo oyeron hablar
durante tres horas sobre los méritos filosóficos de la obra de Carlos Marx, que
él sí había leído y varios de ellos no.
Este año, 2019, se cumple el primer centenario de
su nacimiento. Su familia, con una generosidad que me conmueve, me pidió
dirigir la edición de sus obras selectas. Al hacerlo descubrí que me las sabía
casi de memoria: que había vivido dentro de ellas por muchos años,
frecuentándolas, leyéndolas y releyéndolas, tratando de encontrar su verdadero
alcance y su lugar en nuestra historia. Fue para mí un acto de justicia y de
gratitud, cumplido junto a estas páginas, que tenían el propósito de ser apenas
un ensayo corto, una introducción. Pero ellas se me salieron de las manos, como
ya dije, desbordaron mis intenciones porque yo llevaba este libro entre pecho y
espalda desde hacía muchos años, toda mi vida. Y al hacerlo lo supe, al hacerlo
me di cuenta de lo que quería decir en él, y aquí está. En un momento de la
historia de mi país en el que otra vez se avivan las brasas del sectarismo, de
la intransigencia, del fanatismo en su peor versión. Un lastre que creíamos
superado y cuya sombra siempre vuelve a arder, cuando menos lo pensábamos. En
los tiempos de La Violencia, en Colombia, nadie veía la viga en el ojo propio
por ver solo la del ojo ajeno. Nadie se creía vocero de su discurso demencial y
violento, que lo era, y mucho, pero en cambio sí era capaz de reseñar, con gran
precisión, el que estaba en boca de los demás. Y a todos se los fue tragando
esa hoguera, todos allí fueron culpables del horror mientras señalaban con el
dedo implacable la culpa de los otros.
Quizás para eso sirven las conmemoraciones, la
historia: como un antídoto contra la repetición circular del tiempo, como un
espejo. Este libro no deja de ser, a pesar de su extensión, lo que buscaba ser
desde el principio: un ensayo, una introducción. Por eso no es una biografía ni
un tratado académico, aunque la investigación que lo soporta arrastra años de
lecturas, reflexiones, contradicciones, descubrimientos, dudas. Es también este
libro, a su manera, una especie de historia de Colombia en el siglo XX. No
quise atiborrarlo de citas y referencias y todas las que aparecen en él es
porque habría sido injusto y desleal que no estuvieran allí. Como siempre,
habrá cosas que se quedaron por fuera, voces que no tuve en cuenta o muchas
otras que aún no conozco. Ojalá estas páginas sean el punto de partida, o un
punto más, para seguir un diálogo y una discusión sobre el pasado, hoy son más
urgentes que nunca. No habría podido hacerlas sin la ayuda invaluable de:
Mauricio y María Mercedes Gómez Escobar, Enrique Gómez Martínez, María Isabel
Rueda, Alberto Casas Santamaría, Álvaro Montoya Gómez, Roberto Pombo, Eduardo
Barajas Sandoval, María Teresa Garcés, Marcela Romero de Silva y Jaime Castro.
Había una frase, entre muchas, que le encantaba a
Álvaro Gómez Hurtado: la que pronunció Enrique III de Francia ante el cadáver
del Duque de Guisa: “Qué grande es, aún más grande muerto que vivo…”. Una frase
como escrita para él, creo, porque su obra y su legado y su ejemplo están más
vigentes que nunca. Al menos para mí, y aquí diré por qué.
