Por Alejandro Nadal
En 1987 se publicó el
informe de la Comisión Mundial sobre Desarrollo y Medio Ambiente. El documento,
intitulado Nuestro futuro común, consagró la definición del desarrollo
sustentable como la satisfacción de las necesidades de la generación
presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para
satisfacer sus propias necesidades. Desde entonces, el desarrollo sustentable
se ha convertido en la referencia más importante de la agenda internacional
sobre política económica, social y ambiental. El desarrollo sustentable (DS) es
la pieza central de tratados internacionales, como la Convención de Diversidad
Biológica y la Convención Marco sobre Cambio Climático. En 2015 se adoptaron los
Objetivos del Desarrollo Sustentable por todos los miembros de Naciones Unidas.
Se trata de un llamado para erradicar la pobreza, proteger el planeta y
asegurar que toda la población goce de paz y prosperidad para el año 2030.
No cabe duda que el
DS tiene gran potencial de movilización de recursos. Pero también es cierto que
cuando las palabras desarrollo sustentable se usan libremente y sin
referencia alguna a un contexto económico específico, corren el peligro de
convertirse en una especie de fórmula mágica cuya invocación hace desaparecer
cualquier problema. En lugar de una referencia de política económica se
convierten en un cosmético que permite disfrazar todo tipo de abusos.
Lo anterior se
explica porque el DS no puede ocurrir en un vacío socioeconómico. En el
contexto actual, dicho objetivo se tendría que alcanzar en el marco de
economías capitalistas o economías de producción monetaria. Pero aquí es donde
se complican las cosas: es necesario tomar en cuenta la naturaleza y dinámica
de estas economías. En particular, hay que considerar que las economías
capitalistas son capaces de mantener niveles socialmente inaceptables de
desempleo durante largos periodos. Esto ya debería ser una razón para pensar
con más cuidado los alcances del DS.
Hay varias características
fundamentales de las economías capitalistas que deben ser consideradas en
cualquier análisis del desarrollo sustentable. La primera es que el crecimiento
no es una manía o resultado de una moda, como muchos seguidores de la economía
ecológica piensan. La acumulación de capital es la esencia de estas economías,
y eso significa crecimiento. Y no cualquier crecimiento: entre más rápido sea
el proceso de acumulación, mejores resultados para la voracidad del capital.
Por cierto, el hecho
de que las tasas de crecimiento en las principales economías del mundo sean
cada vez menores desde hace cuatro décadas no parece llamar mucho la atención
en discusiones sobre sustentabilidad. Si tan malo es el crecimiento, ¿cómo
explicar que el deterioro ambiental ha seguido empeorando a lo largo de todo
este periodo?
La segunda
característica de las economías capitalistas es su inestabilidad. Entre otras
cosas, esto se debe a que la inversión, el componente clave de la demanda
agregada, es intrínsecamente inestable. Y el rol dominante del sector
financiero, así como la actividad profundamente procíclica del sector bancario,
agrava esta tendencia. La última crisis de 2008 (y el hecho de que la
recuperación hoy esté en peligro) muestra que este rasgo del capitalismo está
en conflicto directo con los ideales del DS.
Una tercera
característica concierne el conflicto distribucional que yace en el seno de las
economías capitalistas. Quizás la mejor expresión de esto está en el
estancamiento salarial que afectó a casi todas las economías capitalistas del
planeta desde 1970. Y, por supuesto, todo esto está íntimamente relacionado con
la creciente desigualdad, la deficiencia crónica en la demanda agregada y los
altísimos niveles de endeudamiento de los hogares. De no tomarse en cuenta
estas características, la idea de DS se convierte en un par de palabras huecas.
Hay un problema
adicional. Se trata de la cárcel mental que mantiene prisionera a la política
económica. El mejor ejemplo es el de la política fiscal, que ha estado maniatada
por la superchería de la disciplina fiscal. El dogma de que cualquier déficit
fiscal debe ser condenado es una de las más claras manifestaciones de esta
prisión. Uno de los recursos más socorridos para apuntalar esta falacia
consiste en hacer una comparación espuria y concluir que, al igual que
cualquier hogar, un gobierno no puede vivir por encima de sus recursos.
Incluso, muchos gobiernos que se califican de izquierda se encuentran en esta
prisión de la disciplina fiscal. Y como esta mentira coexiste con la idea de
que no se puede hacer una reforma fiscal, pues entonces hay que recortar el
gasto en salud, educación y medio ambiente, es decir, todo lo que se necesita
para el famoso desarrollo sustentable.
Parecería que el mito
difícilmente será realidad un día. Y la lección es inmediata. O rescatamos el
planeta, o rescatamos el capitalismo. Cada día parece más claro que no vamos a
poder hacer las dos cosas al mismo tiempo.
Artículo publicado en La
Jornada.
