ÚLTIMOS DE CARLOS ORLANDO
Por: José Martínez Sánchez
Con “Un cigarrillo al frente” y otros cuentos (Editorial Caza de libros, 2011), Carlos Orlando Pardo continúa su larga cruzada por el género narrativo, diversificado en la brevedad y en la extensión de atmósferas originarias de la cotidianidad, en algunos casos trasladadas al clima de violencia inmanente a la vida social colombiana en su devenir sombrío. Un tratamiento estético conforme con las exigencias de la narrativa contemporánea concita al lector desde “Jefe de sección”, un cuento amargo que descifra la paradoja del empleado medio, con un pie en la escala burocrática empresarial y otro en la cuerda frágil del ejército de desocupados, rumiando en silencio las zalemas de un sistema laboral que prometía un puesto próspero en la carrera administrativa.
Más allá de la causticidad extremada en la segunda persona del singular hasta convertir la narración en un prontuario infausto de autoridad, Carlos Orlando escarba en lo profundo de personajes situados de cara a una realidad ambigua: “Antes, dicen, eras sencillo y afectuoso, madrugador y metódico, buen tipo” (pag. 10). “Hoy tienes lágrimas que salen así, de repente, que te cambian el caminadito de pavo real, que te hacen saludar a la gente que antes despreciabas, que además, sabiendo por qué lloras, ni siquiera te alcanza a tener lástima, ni siquiera rencor, ni siquiera” (pag.11). Un perfil psicológico con antecedentes en los cuentos de “El muro”, de Jean Paul Sartre, pero que en este libro acorta la distancia que lo separa de la sevicia implícita en las actuales relaciones de producción. El don de mando asociado al trato con los subalternos raya en monomanía, persistencia de una comodidad donde cualquier pieza es perfectamente prescindible. Lo humano en sí sólo existe en la mitomanía del burócrata, finalmente separado de ese rol que otros desempeñan igual o mejor que él.
Una segunda versión se encuentra en “El día menos pensado”. Allí la fragmentación no recoge lo que pudiéramos llamar una vida, sino una situación individual concreta, como se sugiere en la generalidad de los cuentos. Víctima resultante de aquella oposición entre el derecho a un empleo digno y la restricción laboral, el joven enganchado para asesinar al parlamentario tiene razones fundadas: “Fuiste acumulando resentimiento por cada fracaso al que te sometían, por cada humillación y por cada negativa. El último vino cuando después de varias horas te negó la entrada a esa oficina y allí tenías tu última esperanza” (pag. 26). Causas inequívocas de la actividad delictiva asumida por sicarios, paparazzis, grupos ilegales y francotiradores a sueldo. En esto la literatura colombiana —y no sólo el cuento— mantiene un sentido de actualidad pocas veces permeable al público lector.
“El gallero”, texto escrito como para despertar la egolatría del premio Nóbel colombiano, contiene la suficiente carga de humor en la concatenación de situaciones eróticas, orientadas a la simbología de los cuentos populares tradicionales, corriente muy afín al gusto de García Márquez. La destreza del autor al abordar personajes y dotarlos de un discurso literario consistente se revela con amplitud en estos cuentos de madurez, donde el yo autoral alterna con narradores ficticios. En conjunto son cinco microrrelatos, microcuentos o como se les quiera llamar, suscritos a la pura invención y a la inmediatez de una realidad absorbente. El texto “La mirada”, sintetiza en forma puntual los últimos treinta años de la historia del país. El cuerpo de un supuesto vivo congelado en veinte líneas bien podría ser la metáfora de más de treinta y seis mil víctimas del genocidio impuesto por la obstinación oficial y el sectarismo político. Con un guiño de la imaginación, el crimen ventilado en los medios televisivos trasciende lo meramente informativo, de manera que no se trata ya de un registro noticioso sino de un oficio enfermizo, del que sólo podemos escapar renunciando al papel de receptores del mensaje.
La atmósfera de tertulia que rodea el cuento “El acuerdo”, en que el autor acoge como propia la narración de los hechos, reivindica a ese aire de complicidad que congregó a una generación de escritores en torno a la lectura, la bohemia y la conversación reposada. Pese a que el argumento no se dirige propiamente a exaltar el café como institución marginal de la cultura, en gran medida desmiente el criterio de inoperancia sonado en espacios académicos o de opinión periodística. Lugares como el Café Automático y el Café Windsor (este último llevado a la novela “Al pueblo nunca le toda”, de Álvaro Salom Becerra), permitieron a poetas y escritores del pasado entrar en contacto con la vida intelectual que se respiraba en la capital de la república. Hoy podemos decir que Bogotá ya no es la misma, y que ese conato de modernidad fue suplantado por la escalada regresiva que permeó al país por todos sus costados, tomando como centro de operaciones las grandes y pequeñas ciudades.
Dos cuentos un poco más largos: “Declaración detallada y bajo juramento sobre mi trabajo ultra secreto con el Estado” y “Un cigarrillo al frente”, agotan los pensamientos y las emociones de dos personajes realizados en la vivencia. Uno y otro ingresan a ese terreno aleccionador y confesional del monólogo interior, independiente de las ideas preexistentes o sujetas a leyes establecidas. La interposición de la mentira como desencadenante del trastorno de la personalidad y el tabaquismo se prestan a la discusión ética y al debate sobre la vigencia de la norma. “Todas aquellas cosas que no quiero enumerar pero que conformaban un catálogo amplio de los secretos del entorno” (Pag. 36), facultan al primer protagonista para explicar la naturaleza del delito y la conquista del poder consagrado en la consumación del asesinato. Desde la infancia remota, una vez despejado el mito del nacimiento y corrido el velo de la sexualidad adulta, el implicado se decide por una verdad superior, utilizando el método de reflexión común a quienes acechan en la perpetración del mal la vindicación por la ofensa recibida.
El segundo cuento prosigue la lista de escritos sobre el consumo adictivo. Casi doscientos años atrás, Thomas de Quincey enfrenta la enfermedad en un breve tratado clínico de indudable repercusión en el tratamiento posterior de las adicciones: “Confesiones de un inglés comedor de opio” (1820), uno de los más valientes y pormenorizados testimonios sobre los paraísos fantasmales y su relación con el arte y la literatura del siglo XIX. En medro de la fabulación, Carlos Orlando comparte con su tipo la preocupación por el hábito del fumador, pero se abstiene de proponer una fórmula de salvación después de exponer técnicas y recursos que pasan por las recomendaciones de los amigos y los avances de la medicina en esa materia. El placer de fumar, rito y cultura ancestral en aldeas y asentamientos aborígenes, con el auge desmesurado de capitales transnacionales termina por convertirse en una de las armas más pavorosas del control poblacional. Y si el lector quiere saber qué hay detrás de toda esa persecución contra los fumadores, debe retroceder mentalmente en el tiempo y cambiar de país. Una de las mayores catástrofes ambientales producidas durante el gobierno de Jimmy Carter señalaba a las multinacionales y a las empresas petroleras como responsables de la contaminación en áreas fluviales y marítimas. La sociedad exigía una intervención responsable del Estado, una normatividad firme y una acción inmediata. La respuesta fue la serie televisiva del Cáncer Man (Los Archivos X), el mismo que puso sobre la lona a los ciudadanos de a pie y se propagó por el mundo en señal de cacería de brujas y salubridad, preparando el terreno a la narco-economía norteamericana, todo ello con el consentimiento de la industria tabacalera y su experimento cancerígeno. El problema de contaminación nunca se resolvió, pero el fumador pasó a ser chivo expiatorio y víctima de la guerra biológica que actúa de manera inexorable.
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