PERIÓDICO EL PÚBLICO

Por: AGUSTIN ANGARITA LEZAMA
Recuerdo las cosas que sucedían cuando era niño. Las vecinas se prestaban una taza de arroz crudo, un vaso de leche, un tomate o una cebolla… En navidad, se cruzaban platos con buñuelos, natilla, dulce de breva, limón, papaya, arequipe… Cuando alguien se enfermaba, el vecindario entero visitaba al paciente… Todo el mundo se conocía. A la media noche del 31 de diciembre, la gente salía de su casa a abrazarse con los vecinos. Permanecía un ambiente de amistad, se respiraba solidaridad, sentido de pertenencia, preocupación por el prójimo.
Estos múltiples lazos que crecieron entre los vecinos, que mantenían a la gente del barrio unida y preocupada por los asuntos comunes, es lo que se denomina tejido social. Como la relación era estrecha entre todo el vecindario, el tejido era muy tupido y fuerte lo que hacía a la comunidad muy sólida. Con el tiempo eso se ha venido perdiendo…

Los vientos de progreso han convertido en jirones ese tejido. Ahora se vive o se anhela vivir en conjuntos cerrados, donde pocos saben quién es el que reside al lado. O en edificios donde prima el anonimato de los residentes. Hay quienes opinan que es mejor así, porque nadie se mete en la vida de los demás, y que la soledad es una ganancia de la privacidad y la discreción. Los jóvenes no saludan, no por mal educados, sino porque viven con sus oídos conectados a aparatos electrónicos y mantienen aislados de la realidad circundante. Inclusive, así asisten a clase en sus colegios.
Los que diseñan las ciudades piensan en grandes avenidas, autopistas, anillos viales, puentes y deprimidos para mejorar la movilidad. Para que las personas puedan salir de su trabajo y rápidamente llegar a sus hogares. Esto favorece la terrible enfermedad de nuestros tiempos: la soledad. Las ciudades necesitan puntos de encuentro, espacios donde conversar, sitios para construir sentido y sentimientos de solidaridad y pertenencia. Los ritmos endemoniados de la sociedad no construyen relaciones ni tejido social.
Si existe un tejido social sólido con ciudadanos y ciudadanas, se evita que la gente apueste sólo por las opciones individuales y privadas y que sólo vea futuro y tranquilidad por fuera de los espacios raizales. Es por eso que las sociedades con poderosos tejidos sociales invierten en la educación y especialmente en la cultura. La cultura, como dimensión fundamental del desarrollo, posibilita la reconstrucción de identidades rotas por la violencia, la generación del concepto de ciudadanía que permita participar en las decisiones de interés común y la construcción de una ética y comportamientos de convivencia que provea a las personas de las aptitudes para una vida en común, solidaria, participativa y tolerante.
Es triste ver como las personas luchan toda su vida por lograr una pensión. Por su trabajo abandonan la familia, sus amigos y allegados. Y cuando se jubilan, descubren que han edificado un monumento a la soledad y al abandono. Tarde se dan cuenta que el trabajo era la disculpa que disimulaba una falta de relaciones sociales. Y entonces, entran en depresión o en el alcoholismo. La idea no es volver al pasado. La idea es trabajar por construir relaciones de amistad, de colegas, de vecinos. Invitar a hacer parte de organizaciones juveniles, comunales, profesionales, deportivas, políticas o gremiales, es decir, construir tejido social.