Iniciando nuevo año y nuevo
cuatrienio de gestión pública planteo una opinión. Es cierto que los tolimenses tenemos
nociones ideológicas discordantes y matices políticos variopintos respecto a las
ideas del desarrollo, pero, aun así, no imagino siquiera que podamos discrepar sobre
una realidad conocida, vivida y padecida por todos. Aludo al evidente hecho de
que ésta región, de gente talentosa, recursos naturales a granel y singulares
ventajas estratégicas, haya sido incapaz de hallar, en más de un siglo de vida
jurídica, concepciones, estrategias y planes correctos para acceder a tiempos
de progreso, modernidad y equidad social.
Espero
no causar contrariedad alguna si digo que sería raro que un fulano, sabedor de la
dura realidad en las calles ibaguereñas, municipios y zonas rurales, de la ruina
ética, de los índices económicos y de la ruptura social, dijera que la nuestra
es región progresista. Esto sólo lo diría un desinformado y además alucinado por
algunas grandes inversiones que, salvadas pocas excepciones, ni son de
tolimenses, ni sus utilidades se acumulan en el Tolima, ni favorecen nuestra prosperidad
y, eso sí, son creciente enclave económico en nuestro territorio.
Este
el quid del asunto: si todos estamos de acuerdo (¿quién no?) en que el atraso
es crómico, tácitamente todos tendríamos que estar de acuerdo en que las teorías,
visiones estratégicas y planes de desarrollo formulados desde adentro o desde afuera
y a lo largo de más de un siglo, no dieron ningún relevante y de ahí que, guardadas
proporciones de épocas, hoy soportamos un subdesarrollo tan lacerante como el
sufrido hace veinte, sesenta o cien años.
Coincidir
en la tesis de que el subdesarrollo es crónico pero discrepar de la tesis de que
igual es crónico el fracaso imaginativo, el acuerdo y los esfuerzos para vencer
el atraso, es paradoja que se explica por carencia de espíritu crítico y
autocritico que nos permita asociar la historia de desventuras sociales con la
historia de escasez de iniciativas, de identidad tolimensista y de voluntad
política, que, en últimas, son defectos causales de nuestro extravío histórico
y de las dependencias y centralismos que se alimentan de pobreza y
desesperanza.
Parece
sencillo, bastaría con abrirnos a la crítica y autocritica para comenzar a
replantear los paradigmas del desarrollo, aceptar el pensamiento diverso y reanimar
la cohesión y así, sin duda, surgiría la actitud política correcta para enfrentar
con éxito los aposentados males del Tolima. Pero la cuestión no es tan fácil
como parece, contra ésta ingenua lógica se confabulan la escasez de sentido
histórico, la esclerotizacion ideológica y el decadente hecho de que sean egos
ramplones y no corrientes de pensamiento, el sustrato básico del liderazgo del
cambio.
El “desinstitucionalizado”
tiene poco margen de maniobra para proponer idearios alternativos frente “a
quien decide”. Sólo la institucionalidad pública, privada, social y cultural,
si le merma al monitoreo de lo ya sabido, podría instituir centros de
pensamiento bien instrumentados y con vocería legítima, para que construyan
modelos estructurados y diseñen acuerdos político-sociales que faciliten la
superación de nuestras pobrezas y nuestra levedad histórica.
A todos, sin duda,
aflige la suerte del Tolima y esa aflicción debería espolear el rechazo a tesis
estériles y la acogida de ideas, hasta hoy subestimadas, que pueden orientar
debidamente ese desarrollo que se volvió arisco porque jamás quisimos
considerar y menos reconocer, que el progreso social y económico de una
comunidad concreta sólo se construye desde la identidad territorial, la conciencia
histórica, la cohesión social y un proyecto político de región.