BOGOTÁ,
18 jun 2018 (IPS) - En las elecciones presidenciales de Colombia ganó la
derecha, agrupada como nunca en todos sus matices para enfrentar al
izquierdista Gustavo Petro, en lo que representa una nueva derrota para el
acuerdo de paz con las FARC.
Iván Duque, el ganador en la segunda vuelta presidencial del domingo 17,
obtuvo 54 por ciento de la votación, contra 41,8 por ciento de Petro,
exguerrillero, exalcalde de Bogotá, animalista y con un ambicioso plan de
adaptación del país
al cambio climático.
al cambio climático.
La abstención fue del 47 por ciento, la más baja en 20 años.
Paradoja de paradojas:
estas fueron las elecciones más pacíficas y con las mayores movilizaciones en
décadas, producto del acuerdo de paz de 2016 con la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia,
hoy el partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común).
La gente fue advertida
de que estas elecciones definían el futuro de la paz, que ya ha ahorrado más de
3.000 muertes, según distintos cálculos, como el del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos .
El Hospital Militar Central, en Bogotá, permanece vacío y atiende casi solo a
jubilados y a inválidos de guerra.
Por el contrario,
el acuerdo de paz fue
rechazado en la práctica por segunda vez (la primera, en el plebiscito de
octubre de 2016), ahora al llevar a sus principales enemigos a la
presidencia, con 10,3 millones de votos.
El próximo presidente, un desconocido senador promovido
por el líder conservador, expresidente y senador Álvaro Uribe, tiene la bandeja
servida para concentrar totalmente el poder, en un régimen que se posesionará
el 7 de agosto y al que las redes sociales ya comienzan a llamar “Uribe III”,
como continuación de los dos cuatrienios del exmandatario (2002-2010).
Duque tiene a su favor
las tres cuartas partes del Congreso legislativo que
fue elegido en marzo. Además, planea replantear por completo las Altas Cortes y
obtener la prerrogativa de nombrar directamente al fiscal general.
El espectro en torno a “Uribe III” siempre se ha opuesto al acuerdo con las
FARC, ese ha sido su principal factor aglutinante.
Después de la tierra, la principal “papa caliente” de la paz es la
justicia: la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), el tribunal de justicia
transicional creado por el acuerdo y que juzgará a guerrilleros, militares y
terceros civiles que hayan sido determinadores en la guerra paramilitar contrainsurgente.
La Fiscalía General de la Nación tiene 15.000 casos de empresarios y otros
líderes de la producción que están implicados en crímenes graves en la guerra,
y que probablemente prefieren continuar en la impunidad, que sus nombres no se
ventilen y sus actos no se esclarezcan. Esta es la almendra de la batalla que
libra “Uribe III” contra la JEP.
Así las cosas, la unión derechista constituye un reencauche del Frente
Nacional, que gobernó el país entre 1958 y 1974 como fórmula para poner fin a
la guerra civil de los años 40 y 50 y repartió milimétricamente por mitades el
pastel presupuestal para el partido liberal y el conservador.
El bipartidismo se unió de nuevo, aunque con distintos nombres. Lo grave es
que la paz se pudo abrir paso porque estaban divididos.
Por coincidencia o no, la coalición también alinea a todos los implicados
en casos de corrupción, incluyendo quienes han salido hasta ahora indemnes del
escándalo Odebrecht, la constructora brasileña que compraba funcionarios y
políticos en América Latina para obtener contratos de megaobras.
“Estamos a una equis de barrerlos a todos”, decía en campaña la exsenadora
verde Claudia López, lideresa clave para el apoyo final del centro a Petro, que
le aportó quizá tres millones de sufragios a los poco más de ocho millones que
obtuvo, una votación inédita para un retador del modelo extractivista y
neoliberal.
Esos más de ocho millones de votos evidencian que la paz tampoco está sola,
porque representan un movimiento diverso en lo político y social, pero unido en
su defensa a toda costa de la paz recién alcanzada, en este país de casi 50
millones de personas, tras más de medio siglo de conflicto.
El acuerdo de paz con
las FARC es un complejo entramado que fue negociado durante cuatro años
(2012-2016) en La Habana por el gobierno de Juan Manuel
Santos, con estrecho acompañamiento y asesoría internacionales y
bajo el principio de “nada está acordado hasta que todo esté acordado”.
Una vez todo quedó acordado, el 24 de agosto de 2016, Santos desoyó a sus
consejeros extranjeros y convocó un plebiscito en octubre para refrendar el
Acuerdo de La Habana, pero este fue derrotado por 53.894 votos (1,2 por ciento
de diferencia).
Lo que siguió fue una maratón política de Santos, durante cinco semanas,
con los sectores que impulsaron el “No” en el plebiscito. Como resultado, el
acuerdo sufrió importantes cambios.
La versión surgida de esas negociaciones reabiertas se denomina Acuerdo del
Teatro Colón (en Bogotá), que fue firmado en noviembre de 2016.
Entre docenas de reformas introducidas después del triunfo del “No”, se le
ponen límites a la JEP, se elimina la obligatoriedad de los terceros civiles
implicados de acudir a la JEP y se restringe más la libertad de movimiento de
exguerrilleros que estén cumpliendo pena alternativa.
Pese a los cambios, el partido de Uribe y de Duque, el Centro Democrático,
en la extrema derecha del espectro político interno, continuó su oposición y se
retiró de cada sesión del Congreso en la que se discutían normas para
implementar el Acuerdo del Colón.
Con todo, se supone que Duque está obligado a cumplirlo y que no podría
introducirle más cambios.
La razón es una sentencia de la Corte Constitucional, de octubre de 2017,
que aprobó blindar el acuerdo: “las instituciones y autoridades del Estado
tienen la obligación de cumplir de buena fe con lo establecido en el Acuerdo
Final” de paz con las FARC.
Esto rige durante al menos 12 años, tres tres gobiernos, que se comienzan a
contar a partir del de Duque.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas en Colombia, país con un marco
legal frondoso y refinado pero, en muchos casos, inoperante.
Con Duque, al acuerdo de paz le pueden aplicar lo que a ciertas órdenes del
rey en la Colonia Española: cuando el virrey consideraba que una disposición
del monarca sobre las colonias era disparatada o inconveniente, declaraba: “Se
acata, pero no se cumple”.
Que es tanto como tranquilizar al rey, haciéndole creer que sus
disposiciones se llevan a cabo, cuando no es cierto.
Con sentencia de la Corte o no, Duque ha anunciado que no pretende hacer
“trizas” el acuerdo, como amenazó uno de los ideólogos que lo rodean, pero que
sí le hará cambios.
“Todos queremos la paz”, ha dicho Duque, y ahí comienza un rosario de
peros: “pero una paz sin impunidad”, es uno de ellos.
¿Impunidad? La JEP debía estar funcionando hace un año, pero precisamente
los obstáculos en el Congreso han alterado el cronograma del acuerdo de paz,
que preveía que los guerrilleros serían juzgados antes de participar en
política.
Por estos días, esos mismos congresistas estaban esperando el resultado de
las elecciones para votar las reglas de funcionamiento de la JEP.
Edición: Estrella Gutiérrez