Lo interesante no es solo el poder que Barreto ejerce, sino cómo ha sido naturalizado. Incluso entre quienes lo critican, hay una aceptación implícita: “al menos con él se hacen obras”, “todos los políticos son iguales”. Este consenso no es espontáneo: es ideología pura, como lo explicaría el filósofo Slavoj Žižek.
Žižek recuerda la fábula de Andersen: el rey desfila desnudo
y todos fingen admirar su traje invisible, hasta que alguien grita lo obvio: “¡El rey está desnudo!”. “Todo el mundo sabe que el rey está desnudo,
pero actúan como si no lo estuviera. El edificio ideológico funciona aunque ya
nadie crea en él”. Para Žižek, ese momento es clave: no se trata de revelar
algo oculto, sino de romper el pacto de silencio que sostenía la ficción del
poder. No es que la gente no sepa; es que actúan como si no supieran.
Así funciona la política en el Tolima.
Todos saben o al menos sospechan que el barretismo opera
como una maquinaria que reparte contratos, ubica fichas en cargos estratégicos,
define candidaturas locales y pone al servicio del poder público los intereses
privados.
Y, sin embargo, nada cambia. Se archivan denuncias, se
silencian críticos, se aplauden obras. Los ciudadanos siguen votando por miedo,
por cansancio, por resignación mientras la élite política tolimense reproduce
su poder como si fuera un ciclo natural.
En regiones como el Tolima, donde la política se vive con
intensidad casi tribal, los rumores personales sobre la vida íntima, afectiva o
sexual de los líderes circulan como moneda corriente. En el caso de Barreto,
esas insinuaciones han estado presentes, pero pocas veces son analizadas con
seriedad.
¿A quién sirven estos rumores?
Žižek advertiría que los escándalos personales pueden ser
funcionales al sistema: permiten que la indignación pública se consuma en lo
anecdótico, sin tocar el núcleo del problema. Así, en vez de cuestionar cómo se
manipula el aparato institucional, el debate se reduce a chismes sobre lo
privado. Es más fácil comentar de un político por su vida íntima que confrontar
las prácticas que sostienen su poder.
Además, esos rumores cumplen una función ambigua: a veces lo
debilitan simbólicamente, pero también desvinculan a la ciudadanía de su
responsabilidad política. Se vuelve un espectáculo, no un acto de conciencia.
El verdadero debate está en cómo Barreto ha construido una
hegemonía regional que domina elecciones, cooptó instituciones y desdibujó los
límites entre lo público y lo privado. Hablar de su sexualidad es irrelevante
mientras no tenga impacto directo y verificable sobre sus decisiones públicas.
Insistir en ese frente es, paradójicamente, una forma de proteger el núcleo
real del poder.
Decir que “el rey está desnudo” en el Tolima es reconocer
que la ideología tolimense no consiste en negar la corrupción, sino en
mantenerla como una excepción, un desvío momentáneo del orden. Mientras todos
actúen como si las elecciones fueran
limpias, como si el sistema judicial fuera
neutral, la ideología funciona. No es que no sepamos la verdad. Es que saberla
no basta. El verdadero desafío es atreverse a actuar como si importara.
Barreto no domina solo con votos o favores, sino mediante
una fantasía compartida: Que el centraliza la totalidad del poder político en
el departamento. Esa fantasía estructura la realidad política, y quienes la
comparten no necesitan creerla totalmente, solo actuar como si fuera verdad.
Romper este momento. Requiere más que denuncias: requiere
nombrar lo innombrable y asumir el riesgo de quedar fuera del juego. Pero como
en la fábula, a veces basta con que alguien lo diga en voz alta para que la
ilusión empiece a romperse.
El rey está desnudo. Y en el Tolima, ya es hora de dejar de
fingir que no lo vemos.