PERIÓDICO EL PÚBLICO
Por: AGUSTIN RICARDO ANGARITA LEZAMA
Que grandes emociones no ha deparado este Giro de Italia. Ya la jornada matinal se empieza a entorpecer porque desde muy temprano uno quiere pegarse al televisor a disfrutar de la intensidad de una carrera donde los corredores colombianos han marcado la pauta. Ya un gran ciclista europeo, experto en trepar montañas, había vaticinado lo que estamos viendo. Al conocer las primeras camadas de ciclistas colombianos que se aventuraron en las carreras europeas, expresó que cuando aprendieran los secretos del ciclismo en el viejo mundo serían temibles y casi imbatibles.
Fue en un día lluvioso y triste de mayo, en el año 66,cuando vi llegar, con su rostro pálido y fantasmal, su barba incipiente, su dicción entrecortada, tímida y  nerviosa, arrastrando las erres, como el Julio Cortázar que luego conocí en Paris, a un joven que me pedía, con un cigarrillo entre  sus labios, que, como director de  el diario El Cronista, le diera cabida, en nuestra página literaria que dirigía el poeta Emilio Rico, a  un breve ensayo  suyo sobre la obra de Marcel Proust. Entablamos un diálogo que se prolongó por varios minutos, pese a los afanes que trae el trajín  angustioso de dirigir una publicación diaria. De entrada, comprendí que se trataba de un evidente talento literario, de un hondo espíritu crítico, de un lector dedicado y culto. Un personaje que, por su modestia y  su talante bohemio, estaba refundido en la provincia. Desperdiciado, en un ambiente que no era propicio a sus inclinaciones intelectuales, a su ambiciosa y bien sólida pretensión literaria y a su meta codiciada de escribir una novela, precisamente en la época en que empezaba a despuntar el  llamado boom latinoamericano con sus figuras estelares Juan Rulfo, Octavio Paz, Carpentier, Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, entre otros. Era Hugo Ruiz, ya conocedor de la obra de todos ellos, lector, además de Faulkner, de Borges, de Bioy Casares. Simpatizante de la poesía de César Vallejo, Miguel Hernández, Barba Jacob, Verlaine, Baudelaire, Poe. No simulaba sus conocimientos y arbitrarias predilecciones y discurría con soltura y densidad, amparado, además,  por una terca, minuciosa e  independiente visión de las obras de todos estos autores, leídos en sus soledades, al amparo comprensivo y protector de su madre, en la casona solariega de la quinta con doce, en la Ibagué de sus pasiones desbordadas,  sus sueños, sus amores y sus discusiones interminables y  obstinadas, con amigos u ocasionales adversarios de café, de bar, o de esquina.. Ese día lejano en las  antañosas instalaciones del mejor diario escrito que ha  tenido el Tolima, en los últimos 60 años, nació una amistad franca, leal, controversial, amena, y firme, que solo interrumpió, vandálica la muerte. Nuestras tertulias memorables en la casa abierta de Carlos Orlando Pardo, sin duda su más entrañable y cercano amigo, nos permitieron gozar, por muchos años gratos, el espectáculo de su talento, su memoria, la terquedad con la cual ,emitía sentencioso sus juicios críticos, sobre libros y autores, con una admirable solvencia,y una profundidad imbatible. Solo una vez lo derroté en una apuesta cuando al evocar yo un soneto de Eduardo Castillo, él se empeñó, caprichosamente, en negar esa autoría, hasta el punto de cometer el desatino de llamar a las 2 de la madrugada a nuestro común y admirado amigo amigo, ser humano excepcional, el enorme escritor cartagenero Germán Espinosa, para que diera su veredicto final sobre la memoriosa disputa poética. Espinosa creyó, por la impertinencia de la llamada de Hugo Ruiz, a  despertarlo a esa hora insólita, que se trataba de una noticia trágica. Y lo fue, finalmente, para nuestro amigo que duró, varias semanas ,para reponerse de esa "derrota" literaria. Es un hermoso recuerdo que Pardo y yo no olvidamos, pues  estamos, venturosamente vivos, para contar la anécdota. Con la publicación y el  éxito de la novela de Hugo, se cumple la sabia sentencia, de que solo vivimos, más allá de la muerte, cuando somos capaces de escribir y de tener lectores, lejos de  nuestra propia vida.


Nos fuimos disolviendo en el tiempo con la creencia cierta de que la novela de Hugo Ruiz era un fantasma que rondaba la vieja casona de la doce con quinta, que asomaba de vez en cuando, siempre esquivo, sin dejarse aprehender ni siquiera de su autor. Estoy sorprendido, pues luego de tantos años, se produjo la transfiguración del mito y hoy los tolimenses podemos con entusiasmo celebrar por fin la aparición (en las tres primeras acepciones de la palabra: acción y efecto de aparecer; visión de un ser sobrenatural o fantástico y fantasma) de Los días en blanco. Balada muerta de los soldados de antaño. El taciturno y siempre nostálgico Hugo se salió con la suya, de manera póstuma, como tal vez lo sabía internamente. Novecientas cincuenta y ocho páginas que lo atormentaron para siempre y por siempre, ven la luz en los ojos cegados de un hombre que creyó en lo que hacia. Un abrazo de regocijo por el paisano que también lo logró. 
Carlos Orlando Pardo                   

Del inmenso escritor norteamericano Ernest Hemingway he sido un devoto lector y uno de sus centenares de admiradores a lo largo de mi vida. Desde cuando era un adolescente leí apasionado El viejo y el mar y en 1961, cuando puso fin a sus días un 2 de julio y yo cursaba mi primero de bachillerato, sentí que alguien muy cercano se había ido de pronto. Sólo 62 años le bastaron para lograr vivir como hoy en el territorio de la inmortalidad. A los 20 años era ya un escritor sólido y a los 50 toda una figura estelar de la literatura, un periodista intenso y preciso que cubría las guerras y los grandes aconteceres y un autor de novelas que aún se leen con pasión. Lejos estaba de saber entonces que su obra le mereció en 1954 el Premio Nobel y era mirado como un clásico de la literatura norteamericana. Después, atraído por el resto de su obra, seguí sus pasos con veneración porque parecía una estrella de cine por lo aventurero de su vida entre conducir ambulancias en la Primera Guerra Mundial, sufrir heridas y mudar de país como de esposas alcanzando cuatro matrimonios, o ser testigo del desembarco de Normandía y la liberación de París.

 No pocos libros se han escrito sobre su itinerario. Lo único cierto es que me faltaba en el recorrido de sus huellas conocer Cayo Hueso, ubicado en Key West, donde terminan los Estados Unidos al sur de su geografía. Logré cumplirlo acompañado del poeta Luis Carlos Fallon e Isabella, su esposa, de Carlos, mi hijo escritor y periodista y de mi amada Jackie. Fueron tres horas desde Miami por grandes autopistas y un puente de varios kilómetros sobre el mar, a lado y lado, desde donde se contemplan los alcatraces y las gaviotas persiguiendo comida o se ven cruzar lentos los veleros. Key West es un poblado pintoresco de unos 25 mil habitantes de apenas 18 kilómetros y cuya población es esencialmente de blancos, sin que falten los afroamericanos, los amerindios y los asiáticos en breve porcentaje. Se trata de un lugar de ensueño cuya arquitectura es diversa y llena de colorido, donde los turistas alquilan bicicleta, como en Holanda y los gallos hermosos de pelea se pasean tranquilos por las calles o dejan escuchar sus cantos. Allí está ubicada la casa de Hemingway, donde vivió con sus dos hijos y Paulina  Pfeiffer, la segunda de sus esposas y hoy está convertida en un museo. La propiedad fue dejada a sus gatos que se han reproducido con el tiempo y adornan la mansión entre lámparas de murano, muebles del siglo XVI y XVIII, su biblioteca, su amplia habitación, los sillones para su lectura y una enorme piscina en uno de cuyos ladrillos, como un diminuto monumento, se encuentra la última moneda que le restaba y dio a su esposa. Adentro existe una tienda donde venden sus libros y las películas que de sus novelas fueron llevadas al cine protagonizadas por las grandes estrellas de entonces, sus retratos de diversas épocas y camisetas con su figura de vikingo. Había tomado varias veces café en el hotel Cosmos, ubicado en las Ramblas de Barcelona donde me dijeron que llegaba de paso, me detuve en el hotel al pie del teatro Ópera en Paris, el Ritz, una de sus estaciones y recorrí embelesado su enorme casa en Cuba, en Finca Vigía, a 24 kilómetros de La Habana, donde vivió una década, alternando con viajes a otros continentes.  En cada una de sus casas escribió varios libros que le dieron dinero y fama y estableció a través de su prosa un estilo definido que influyó a demasiados escritores. De su generación donde encontramos grandes novelistas del tiempo de la post-guerra brota la gran literatura. Emocionado al recorrer sus pasos, no era posible después sino dirigirnos al bar del novelista en Cayo Hueso, Sloppy Joe, para beber unos mojitos y encender su memoria y sus recuerdos, al tiempo que imaginar, en la barra donde acostumbraba sentarse, su bohemia con John Dos Passos que fue a visitarlo.  Lo mejor vino cuando Isabella, la esposa del poeta Luis Carlos, biznieto de Diego Fallon, me entregó una camiseta con mi nombre dedicada supuestamente por Hemingway con su enorme figura, para sentir otra vez que su espíritu se metía en el mío y debería regresar a sus libros.  Mi hijo y yo brindamos a la salud todavía luminosa de la obra del escritor que se volvió una leyenda.

Por: Hugo Neira Sánchez

   El apagón de Barranquilla sucedido hace unos días, no puede pasar desapercibido por Ibagué. Cuando llego el sector privado a manejar el servicio eléctrico en la Costa, no había ninguno que no elogiara la llegada como lo hicieron cuando llegaron los nuevos dueños de EnerTolima.
   Pero poco a poco se dieron cuenta los usuarios,  que todo lo que “brilla no es Oro” y sus consecuencias fue el apagón sucedido hace unos  días en Barranquilla donde por algunos días quedo sin energía un gran sector de la ciudad perjudicando todos los sectores económicos y residenciales.    
    Irónicamente como pasa en el país y por eso  son tantas protestas, el flamante Ministro de Energía, disque un experto en estos menesteres, en lugar de sancionar por su ineficiencia administrativa y técnica a la Empresa, lo va  hacer como lo expreso por la prensa castigar a los usuarios, sub
iendo las tarifas, con el pretexto de que el uso de las plantas térmicas, ha encarecido el costo de generación y distribución, por la llegad del “niño” sin haber llegado  y esto lo amerita. Como se dice; los errores de los padres los pagan los hijos, aquí los errores de los que capitalizan a costilla de los usuarios, los pagan los usuarios.
Por: Alberto Bejarano Ávila

“El mismo perro con distinto collar”, así diferenciaría privatizar de tercerizar y además diría que la astucia neoliberal, la ingenuidad y la venalidad de algunos burócratas oficiales son infinitas, como infinita es la estupidez humana (así falló Einstein). Para saquear bienes públicos y/o facilitar la coima, el neoliberal, el ingenuo y el venal, “todos a una como Fuenteovejuna”, propagan fulleras tesis adobadas con eufemismos desarrollistas: que sólo la gestión privada es eficaz, que no existe capital de inversión, que es buen negocio vender o ceder al privado la explotación del bien público (el de todos nosotros). Así es como logran enajenar las pródigas heredades colectivas, malversar las arcas de las empresas públicas y escamotearle oportunidades a los propios.

La riqueza privada es derecho genuino, nadie lo duda, pero pierde legitimidad si resulta, entre otros orígenes espurios, del despojo injusto e indebido del vital y sagrado bien comunitario. Fue con la nociva práctica de privatizar y tercerizar lo público como la Colombia centralista ahondó las vergonzosas desigualdades sociales y territoriales que hoy lidera en América Latina.
Detrás de mi novela Así es la vida amor mío
Benhur Sánchez Suárez
Todas las búsquedas que he hecho en mi vida para compartir con mis contemporáneos la cotidianidad que me impresiona me llevó, por los vericuetos de la investigación, inevitablemente a la Historia. Y así como descubrí que la vida cotidiana se falsea o se distorsiona en la mirada de cada cual, la historia oficial también está plagada de ausencias, desconocimientos, falsos paradigmas y personajes mentirosos.
Basta un poco de curiosidad para husmear en documentos y archivos y encontrar la otra historia o, como se dice vulgarmente, descubrir lo que no está escrito para inventar lo que hace falta a punta de imaginación, creatividad y valentía.
Eso me pasó con esta novela. Desde muy niño oí a Serafín Sánchez Vargas, mi padre, hablar de Reynaldo Matiz y de su sacrificio. Su admiración y su afinidad eran políticas. Sin embargo, muy fragmentado era su recuerdo sobre este héroe regional y era también muy poco el acervo bibliográfico del cual podía disponer para conocer esa vida y ese sacrificio. Presentía que mi padre lo engrandecía más de lo debido y tal vez por eso me sentía impedido para escribir semejante historia.
Sólo hasta 1990, cuando Jonathan de la Sierra (seudónimo de Jorge Alirio Ríos, periodista y escritor tolimense, de Chaparral, radicado en Neiva) publicó una biografía de Reynaldo Matiz bajo el título de “El Fusilado de Tibacuy”, volví a vibrar con el tema y a querer saldar la deuda con mi padre en honor a su recuerdo.