El terrible mal de Minamata, como lo saben los japoneses, porque las
empresas en cualquier parte del mundo, en Tokio o en Majagual, arrojan
porquerías químicas a las corrientes, y primero se pudren las aguas, y después
nacen degenerados los peces y los camarones, y después nacen sin ojos los niños
cuyas madres, en aquellos caseríos extraviados de la mano de Dios, consumen esa
agua y esos pescados.
En las cabeceras de ambos ríos, las compañías mineras, que buscan oro
entre la tierra, hacen sus excavaciones con un sancocho de mercurio y ácidos.
Arroyos y acequias se llevan el mazacote. Los bocachicos mueren con la boca
abierta en los playones. Las espigas de arroz no volvieron a crecer.
En medio del desastre causado por las inundaciones, y como si fuera
poco, las yucas harinosas de antes florecen ahora con un hongo químico a manera
de cresta. El hambre campea entre los pocos ranchos que no se ha llevado el
invierno. Las emanaciones de las lagunas huelen a lo mismo que huele un
laboratorio de detergentes.
Hay que decir, también, que los empresarios mineros se defienden
diciendo que Ordóñez Sampayo está loco. Claro que está loco: ningún hombre
cuerdo expone su pellejo ni dedica su vida entera a defender a un ruiseñor, una
mojarra, un plátano pintón, una mazorca de maíz o a una mujer embarazada que
carga un fenómeno en el vientre.
Epílogo
Aquella mañana, cuando los pescadores de Santa Marta regresaron a la
playa, el periodista Caballero los acompañó en su tarea de descamar y abrirles
el buche a los escasos pescados que traían.
-¿Qué es eso? -preguntó, intrigado, al ver unas bolas negras en el
estómago de un bagre.
-Carbón, amigo -le contestó uno de ellos, levantando el animal-.
Pelotas de carbón. Eso es lo que comen ahora.
Caballero tomó más fotografías y se las llevó a algunos funcionarios de
la industria carbonera.
-No se preocupe -le contestó el gerente-. Vamos a construir un nuevo
muelle de última generación.
-No lo dudo -dijo el reportero, con una mueca de dolor que parecía
sonrisa-. No lo dudo: será la última generación.
El día que Caballero me contó esa historia, y me enseñó sus
fotografías, ya no sentí ganas de echarme a llorar, como la vez aquella del
langostino bañado en combustible. Lo que sentí ahora fue rabia. Cuando ya no
quede una sola hoja de acacia, cuando el último pulpo haya muerto atragantado
con ácido sulfúrico y cuando nuestros nietos nazcan con un tumor de carbón
endurecido en la barriga, entonces será demasiado tarde. Dispondremos de
computadores infrarrojos de última generación, pero ya no habrá agua para
beber; los celulares de rayos láser se podrán comprar en las boticas, pero el
sol no volverá a salir; los niños encontrarán el algoritmo de 28 a la quinta
potencia con solo cerrar los ojos, pero dentro de 20 años no sabrán de qué
color era una golondrina.
Los invito a todos a ponerse de pie antes de que se marchite el último
pétalo. Usen el arma prodigiosa del Internet para protestar. Hagan oír su voz.
Que el correo electrónico de los colombianos sirva para algo más que mandar
chistes y felicitaciones de cumpleaños. Porque, si seguimos así, el día menos
pensado no quedará nadie que cumpla años. Ni quién envíe felicitaciones.
