MISERIA, ABANDONO Y TERCERA EDAD
Por: AGUSTIN ANGARITA LEZAMA
Por las calles de mi barrio, cada dos o tres días, se escucha una voz ronca y cansada que con cierto esfuerzo grita: se arregla calzado, calzado se arregla… Al reparar se encuentra un hombre que empuja una bicicleta amarilla. Es un aparato antiguo, ataviado con una parrilla en la parte posterior, bombilla en la parte delantera, un pito en su manubrio y el sillín acolchado y adornado con flecos que cuelgan a los lados. En la parrilla de la cicla se ve una caja de madera amarrada con cabuyas, y encima de ella, atados a la caja, un rollo de cuero, un tas y otras herramientas de zapatería.
El hombre que ofrece arreglar calzado, es flaco, de baja estatura, moreno, vestido con la sobriedad de los pobres que se niegan a que la escasez los vuelva indignos. Al acercarse se descubre un rostro enjuto, gastado por el hambre, la miseria y las necesidades. Su mirada denota nostalgia y desencanto. Es un ibaguereño que se dedicó a la zapatería desde los 10 años.
Al abordarlo, José me cuenta que nació en 1940, que vive con su esposa y sus tres hijos en una pieza arrendada en un inquilinato de la comuna 2. Que el mayor, de trece años, no terminó la primaria porque lo aburrió la escuela que le enseñaba cosas que no sentía de utilidad, además del hambre que le carcomía las entrañas y la miseria que lo acosaba sin descanso. Ahora se rebusca la vida trabajando en construcción para ayudar a la familia. Que sus hijitas van a la escuela porque su corta edad les impide laborar. Su esposa, que es joven pero padece una úlcera varicosa, trabaja por días en casas de familia y hace arepas y frituras que vende puerta a puerta a sus vecinos y transeúntes.
El sale todas las mañanas a conseguirse el pan de cada día. Me cuenta que los pedidos de arreglo de zapatos es cada vez menor. Hace muchos años tuvo una pequeña zapatería pero le tocó cerrarla por falta de trabajo y lo obligó a recorrer las calles ofreciendo sus servicios. Me dice, que hay días, principalmente cuando llueve, que no gana un solo centavo. Su dignidad le impide pedir limosna, por eso grita con insistencia esperando escuchar una voz que le pida un servicio y le permita unos pesitos para llevar un bocado a su mesa. Nunca ha recibido los subsidios del adulto mayor, porque no es amigo de políticos ni de los líderes comunales que capitalizan la miseria de los abuelos de sus barrios y la negocian por votos. Por lo mismo no tiene sisben. Aunque hace mucho rato superó la edad de jubilización no tiene ni la más mínima esperanza de pensión. Tendrá que trabajar hasta que sus fuerzas se extingan o que la parca con la guadaña del hambre le siegue la ganas y la dignidad…
Mientras lo veo pasar gritando, pienso en nuestra indiferencia, en nuestro acomodo frente al hambre, la miseria y el abandono. El Estado desertó de su función de trabajar por el bien común y por los más desfavorecidos, ante nuestra pasividad. Duele ver un hombre honrado sufriendo a su edad para poder comer, mientras los polítiqueros insensibles y corruptos gastan en campañas electorales para acceder al erario público y podérselo robar…