PERIÓDICO EL PÚBLICO
Por: AGUSTÍN ANGARITA LEZAMA
La exclusión es un grave problema de la sociedad capitalista. Es una sociedad que no le da cabida a toda la gente. Para intentar desenredar este nudo, se habla de movilidad social. A la educación se la ha encargado del papel de movilizador en la escala social. La idea es que a mayor preparación educativa más alto se llegaría en la estratificación social. Esta concepción tiene detractores y defensores.
Un defecto evidente es que la cualificación se mide por la credencial que certifica la preparación educativa. Tener un título sería la garantía de una preparación adecuada para la movilidad social. Esto no es cierto en muchas ocasiones. Pero si ha llevado a valorar el credencialismo por encima de la cualificación misma. Eso explicaría el montón de instituciones de educación superior o técnica que con dudosas calidades, acreditan títulos a destajo, y que mucha gente acuda a ellas porque lo único que les interesa es el cartón que los acredita como preparados, así eso no sea real.

Las instituciones de educación superior, especialmente las públicas, son las llamadas a la formación de alto nivel en la sociedad. Como la demanda es alta y los cupos escasos, estos entes seleccionan sus alumnos. Los estudiantes con los mejores resultados en las pruebas SABER 11 son los escogidos. Esto genera una paradoja: la educación superior, llamada por la sociedad para crear inclusión y movilidad social, se basa en la exclusión. Que unos pocos sean escogidos y que muchos sean desechados…
Las inteligencias múltiples demuestran que los sistemas de evaluación tradicionales, tipo pruebas SABER 11, descartan a muchas personas capaces e inteligentes y las condena a la inmovilidad social. Este cuello de botella debería romperse. Las puertas de las instituciones de educación superior deberían abrirse para todos los bachilleres sin mayores talanqueras. Que el único límite sea la falta de ganas de estudiar. Pero no discriminaciones odiosas que debilitan, cuando no dañan, el tejido social. Que las exigencias y el rigor académico de la institución en sus programas junto con el rendimiento de los alumnos, sean los verdaderos factores de selección.
Hace unos días me encontré con un joven que me dijo que estudiaba su carrera profesional en una institución de educación superior privada. Al preguntarle por qué no lo hizo en la universidad pública donde ofrecen con lujo el mismo programa, me dijo, sin ocultar cierta nostalgia y vergüenza, que no le había alcanzado el puntaje y se había tenido que conformar con esa universidad privada. Este joven tuvo la fortuna que sus padres le pudieron ofrecer esta opción, pero muchos otros se quedan a la vera del camino, sin opciones y con un futuro oscuro.
Se debe trabajar por una educación verdaderamente incluyente, de calidad, sin cortapisas, abierta, pertinente, flexible y al alcance de todos los que la necesiten. Que sean las cualidades de las personas las que midan el alcance de su movilidad y no las recomendaciones, el parentesco, los recursos económicos o los resultados de pruebas de suficiencia intelectual o académica, muchas veces dudosos.

Desde muchos frentes se habla de combatir la exclusión. Creer en la inclusión social no se puede hacer desde postulados, lenguajes, creencias o posturas excluyentes. Es abriendo puertas y oportunidades como reducimos la exclusión. Las universidades no están exentas.