PERIÓDICO EL PÚBLICO
AGUSTIN ANGARITA LEZAMA

En el mundo capitalista actual que gobierna el mercado, todo se ha convertido en una mercancía. La mano de obra, el tiempo libre, la salud, la seguridad, la recreación y hasta la misma virginidad hoy se compran y se venden. El vehículo expedito para este mercado es la publicidad. Cualquier producto para poderse vender apela a la publicidad para llegar a manos de los consumidores. Y la publicidad es eficiente y se sofistica cada vez más.


Esto es lo que sucede y no sería problema si no se encontrara a diario que existe publicidad que apela a argucias y artimañas para engañar a los compradores. Los casos abundan.

En almacenes de cadena, que ahora se denominan grandes superficies, es común encontrar imponentes avisos, estratégicamente ubicados, que anuncian suculentos descuentos para un producto determinado. Al comprador desprevenido le llama la atención la cifra que le ofrecen como descuento, pero no se percata que en letra poco destacada y que sólo es visible si se fija con cuidado, que ese descuento escrito en grandes moldes, solo es válido si compra con la tarjeta de crédito del almacén, por ejemplo. Si el cliente no se fija, llega con su producto a la caja de pago con la confianza que le aplicará el descuento ofrecido, lo que no ocurre porque pagó en efectivo. Es una publicidad diseñada para engañar.

Igual sucede con el jabón cuya publicidad promete acabar con el 99.9% de las bacterias. Esto es publicidad engañosa, porque eso es mentira. Lo mismo pasa con las cremas dentales que le “garantizan” que en dos semanas sus dientes serán blancos y relucientes. O la crema mágica para la piel de su cara que en solo tres semanas desaparece sus arrugas, lo rejuvenece y le entrega la llave de la eterna juventud. Es una exageración que mueve a engaño que los huesos se partan como una tiza, o que deba consumir calcio desde joven para evitar la osteoporosis o que una pomada respaldada por un famoso borre las cicatrices.

No es literalmente cierto que la vitamina C prevenga infecciones, ni que un montón de productos naturistas devuelvan el vigor sexual perdido, no importa que la publicidad diga que le devolverán su dinero si no ve resultados. Tampoco es exacta la súper blancura que ofrecen los detergentes ni la puntualidad y atención esmerada que dicen entregar a sus usuarios algunas aerolíneas. Escasa debe ser la verdad en programas para adelgazar que se venden como pan caliente mientras la obesidad crece sin cesar. O de los purgantes ofrecidos desde camionetas con altoparlantes y adornadas por frascos llenos de lombrices…

No hay que olvidar la publicidad política que es más lo que miente que lo que tiene de verdad. Y como las autoridades tienen origen político, pues no ven, no escuchan, no saben, no entienden y no defienden al público.

Duele saber cómo los ciudadanos son engañados, sus bolsillos prácticamente saqueados gracias a publicidad mentirosa. La defensa de los consumidores aún es incipiente pese a los esfuerzos quijotescos de destacados personajes. Se requiere que las autoridades sean verdaderas servidoras públicos y asuman como parte de su compromiso con la sociedad, la constatación de la efectividad e inocuidad de los productos que se ofrecen como las panaceas de la salud o de la utilidad.