PERIÓDICO EL PÚBLICO
EN LOS OCHENTA AÑOS DE FERNANDO
Por Benhur Sánchez Suárez
Gustavo Andrade Rivera, un opita universal como su pariente José Eustasio, organizó en su casa al norte de Bogotá (casi finca) un asado que vino a ser el homenaje que él le hacía a dos escritores colombianos finalistas en el Premio Planeta de Novela en 1968: Fernando Soto Aparicio y yo.
Estaba recién llegado a la literatura, no me había relacionado con nadie, a duras penas veía de lejos a los escritores en conferencias y, por decir lo menos, casi ni en mi casa sabían que yo escribía novelas. Gustavo tampoco me conocía pero se dio sus mañas para localizarme, emocionado porque otro opita había logrado una figuración internacional. Isaías Peña Gutiérrez, quien le facilitó mis señas, también participó en el homenaje.
Acudí a la cita lleno de emoción y temor pues en aquella reunión iba a conocer en persona a un escritor de verdad. O, mejor dicho, a dos, porque Gustavo también había ganado varios premios nacionales e internacionales y lo adornaba una generosidad que pocos escritores acumulan en su deseo de ser conocidos, leídos y famosos. El hombre que vendía talento era una de sus obras emblemáticas.
Sabía que Fernando Soto Aparicio era ya un personaje, una figura literaria de primer orden al lado de Eduardo Caballero Calderón, José Antonio Osorio Lizarazo, Héctor Rojas Herazo, Gabriel García Márquez y Manuel Zapata Olivella. Se comprende, entonces, mi emoción al estar al lado de dos grandes de las letras colombianas, un opita dramaturgo y un boyacense novelista En realidad mi ambición era llegar a ser alguien como ellos y la oportunidad de estar a su lado superaba mis expectativas.
Gustavo murió pocos años después y su ausencia ha sido una de las frustraciones mayores del teatro colombiano, tan escaso de buenos dramaturgos, sobre todo porque él renovó la escena al ser el primero en utilizar un mismo actor para varios personajes.
Desde entonces la amistad que nos ha unido a Fernando y a mí ha sido incondicional y permanente y gracias a ella nos hemos encontrado en el camino muchas veces, siempre en la brega de la palabra, las publicaciones, las conferencias y los encuentros de escritores. Así aprendí a respetarlo y admirarlo.
Cuando mi primera novela, La Solterona, comenzó a inquietar el escaso universo de los lectores en 1969, Fernando, que escribía una columna muy leída sobre libros en el Magazín Dominical de El Espectador, se ocupó de mi pequeño libro en términos que todavía retumban en mi corazón. Fue el primer comentario publicado sobre mi obra literaria.
En 1970 Fernando obtuvo el premio de novela Ciudad de Murcia, en España, y él me obsequió un ejemplar de la novela, uno de los pocos que le enviaron de la madre patria. Entonces me atreví a escribir sobre el premio y su novela, Viaje a la claridad, en lo que sería mi primer comentario publicado en mi carrera de escritor. Apareció en el Semanario Dominical de El Siglo, el 16 de mayo de 1971.
Un día que caminaba por la Carrera Séptima me encontré con Fernando, siempre elegante, bien peinado y con su bigote perfectamente delineado, sobresaliente en su rostro rubicundo. Me contó entonces que había sido nombrado director de la revista Cromos y me ofreció sus páginas para alguna colaboración que se me ocurriera presentarle.
Como mi inclinación siempre ha sido el arte, hice una nota sobre la obra de Andrés de Santamaría, que se exponía por esos días en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. El despliegue de mi artículo en la revista de la semana del 26 de abril de 1971 me hizo sentir importante y, gracias a Fernando, a su generosidad sin límites, otros artículos míos aparecieron en las páginas de Cromos.
Cuando organicé el Primer Encuentro de Escritores Colombianos en Neiva, 1973 (uno de tantos primeros encuentros y congresos que se han hecho y se hacen a lo largo y ancho del país) uno de mis principales invitados fue Fernando, cuya Rebelión de las ratas se leía en las escuelas y colegios del país. Él, con su apoyo incondicional a toda gesta literaria, estuvo en Neiva en compañía de Manuel Zapata Olivella, Arturo Alape, Eutiquio Leal, Humberto Rodríguez Espinosa, Álvaro Medina, Roberto Ruíz Rojas, Jairo Mercado Romero, Humberto Tafur Charry y Carlos Orlando Pardo, digamos los más conocidos de los asistentes por esos años.
A lo largo de nuestra vida literaria, cada nuevo libro publicado ha sido motivo de encuentro y alegría. Fernando es un escritor colombiano que posee una capacidad abrumadora para la escritura, una facilidad para narrar tal que, por decir lo menos, le ha permitido entregar al país casi un libro anual desde que inició su carrera literaria. Se da el lujo de tener que reprimirse para evadir el facilismo y la superficialidad, cuando a la mayoría nos toca sufrir para escribir algunas líneas.
Novelas, poemas, ensayos y guiones han salido de su imaginación como un borbollón inacabable de palabras, escenas y personajes. Y siempre ha estado comprometido con su realidad y la del país.
A propósito, recuerdo que cuando trabajaba en Bogotá como maestro de la Secretaría de Educación del Distrito, pasaba con frecuencia hacia mi escuela por el primer barrio de invasión que existió en la ciudad y se llamaba Las colinas. Apenas terminaba la década de los años 60. Un buen día vi a un hombre sucio, vestido pobremente, cubierta su cara de una poblada barba y machas de suciedad, y por no sé qué instinto de identificación pensé que era alguien conocido. Me acerqué un poco más y en efecto, para mi asombro, era Fernando. Fue entonces cuando me explicó que vivía esa vida de penurias sólo para tener más conocimientos para escribir una novela. Después de eso, me dijo, me encierro por varias semanas en un convento en Boyacá. La novela posteriormente resultó ser Después empezará la madrugada, publicada en 1970 por Editorial Destino en España.
Entre ese hombre, en apariencia pobretón, que habitó Las Colinas, y el ejecutivo que dirigió la Revista Cromos encontré una carga de humanidad enorme, un ejemplo de disciplina y de autenticidad que llenaron de lecciones mis anhelos de escritor principiante. Quizás mi disciplina en la escritura se deba a esa enseñanza, que caló tan profundamente en mi espíritu deseoso de conocimientos.
De este tamaño ha sido la generosidad y la amistad de Fernando conmigo. Jamás he olvidado estas anécdotas, desde aquel primer encuentro con el escritor de carne y hueso, luego su hospitalidad y fraternidad cuando se desempeñaba como embajador de Colombia en la Unesco, en París, hasta nuestro último abrazo en la más reciente Feria Internacional del Libro.
Sé que en este hombre, de manos enormes y mirada profunda como los arcanos, se aúnan las calidades de un escritor que va más allá de los premios y los homenajes, un ser humano que está estampado en el mapa espiritual de Colombia con el caudal inacabable de sus obras. Y así vive en mí, un Maestro por encima de toda contingencia.

Ibagué, Altos de Piedrapintada II, 2013.