Por Benhur Sánchez
Suárez
Siempre hemos oído
decir que las brujas (brujos también los hay) son seres que rinden culto a
Satanás. Desde la más remota historia se encuentran testimonios, leyendas y
consejas que avalan esta existencia. Centenares de libros los recogen y en
ellos podemos asombrarnos, asustarnos o reírnos por su causa. Mucho de lo
escrito se debe a la imaginación de escritores que recrean esas leyendas de
manera artística. O son escritos de falsos científicos que describen las
diversas fases de su conversión al demonio, hacen inventario de utensilios,
ritos, y escriben manuales con los cuales viven, con alguna comodidad, de la
ingenuidad de los inseguros y atormentados de la tierra.
Pero un planteamiento
elemental, aplicando la teoría de los contrarios, nos lleva a confirmar su
presencia en el mundo: si existió la Inquisición necesariamente debieron
existir las brujas y su culto al demonio. Es decir, el bien sólo existe porque
existe el mal, o viceversa. Los libros, muchos científicos y otros tantos de
ficción, nos hablan de sus aquelarres, de sus pócimas para el amor y de sus
vuelos nocturnos. La hoguera, además, ha dado cuenta de muchas mujeres, brujas
o no, que dejaron bajo sus gritos de espanto el testimonio que las consumió
para siempre.
Pero, claro, por la
historia sabemos de aquella época libertina (siglos XIII al XVII) cuando, según
los estudiosos del tema, reinó el demonio en el mundo. La brujería era, pues,
una práctica pública que no tenía restricciones. Fue entonces la religión
católica la que comenzó a reprimir su práctica y a socavar su predominio. En
1484 una Carta Papal de Inocencio VIII se dirigió contra las personas
sospechosas de brujería y dio poder a los hombres para castigar a sus practicantes.
Ellos recibirían el famoso mote inquisidores. Por esos años, 1486, aparece
publicado el libro Malleus Maleficarum, que fue algo así como un manual para
los cazadores de brujas. Se cuenta que durante esta época se ejecutaron en
Europa más de 100.000 personas acusadas de práctica de brujería.
En 1623 el Omnipotentis,
del papa Gregorio XV, determinó aplicar penas espirituales a quienes ayudaran o
practicaran la brujería. Se obtuvo por su intermedio una pérdida mayor de
prestigio y un encerramiento o clandestinización de su práctica. La excomunión
figuraba como la última y más severa pena. Y era claro que no sólo significaba
entonces el castigo espiritual sino el terrible castigo social para el
excomulgado.
El arte y la
literatura han dado buena cuenta de la existencia de las brujas. Bástenos hacer
un recorrido panorámico para destacar algunos:
En pintura es quizás
Goya en mayor referente plástico pues aplica su terrible ironía y su humor
negro para dar testimonio de la hechicería. En 1799 salió la primera edición de
su serie Los caprichos y posteriormente las llamadas pinturas negras de la Quinta
del sordo, hoy en día en el Museo del Prado. También debe figurar El Bosco
quien, a diferencia de Goya, no sobrecoge sino que divierte, cuando su
intención didáctica era denunciar las prácticas corruptas de una sociedad
bestial.
En el teatro es
famosa la pieza Las brujas de Salem, escrita por Arthur Miller en 1964. Su obra
se hizo famosa cuando fue llevada al cine, vigente en varias versiones hasta
hoy. Lo que hizo Miller fue llevar a las tablas un proceso en el cual se ataca
a la justicia por un error judicial causado por los abusos del poder. Y, por
supuesto, la película El proyecto de la bruja de Blair, cuyo guión elaboró D.
A. Stern en 1999, basándose en una historia real escenificada en el poblado
Blair, al norte de Maryland, Estados Unidos, en 1994, y que hace referencia a
la existencia de la bruja cuyo origen se remonta a 1785.
Y, sin ir más allá,
en Colombia tenemos tres libros importantes que tienen como protagonista a la
brujería: En 1958 Pedro Gómez Valderrama, uno de nuestros mejores narradores,
publicó su libro Muestras del diablo, producto de sus investigaciones
demonológicas. En 1970 Germán Espinosa nos entregó su novela Los cortejos del
diablo, que recrea magistralmente la Inquisición en Cartagena de Indias. En
1994 Germán Castro Caycedo dio a conocer su obra La bruja, ya como una bruja
moderna, emparentada, como es obvio, con el mal pero un mal contemporáneo: el
poder, la coca y la politiquería.
En fin: Tanto papel y
tanta tinta que ha corrido no puede menos que certificarnos la existencia de
una práctica inmemorial que espantó al mundo y hoy, de manera soterrada, se
reproduce en nuestras sociedades, necesitadas de auxilios del más allá para resolver
los problemas del más acá. Es posible que por esta razón el satanismo, la
brujería o la hechicería hayan vuelto a tener auge en la Nueva Era aunque es
improbable que retorne la cacería de brujas, frase con la cual se ha querido
denunciar la práctica de muchas insituciones que persiguen inocentes para
descubrir algo que ignoran y así preservar su poder. Porque, si no las hay, las
inventamos.