Por: Carlos Orlando Pardo
La utopía, ese lugar que no
existe, ese plan, proyecto o doctrina o sistema optimista que aparece como
irrealizable en el momento de su formulación, pareciera ser la comarca
preferida de todos aquellos que se han atrevido a soñar en aparentes
imposibles. Sin embargo, es gracias a esas temeridades que la humanidad ha
logrado sus avances. El hombre vive más en el territorio de la imaginación que
en el de esa realidad real, la que de manera simple lo convierte en un ser
limitado que puede ir del punto A al punto B sin romperse ni mancharse. De allí
que sean los utópicos, a lo largo de la historia, los únicos que han hecho
posible el avance del hombre desde sus tiempos más remotos. Por eso no se trata
de seres que entre dos males los escoge a ambos, sino de aquellos que pretenden
asaltar las estrellas sin ningún rubor cuando lo dicen. Nada hay entonces más
grato que conversar con quienes hacen de la imaginación una bandera, se
conjeturan las cosas que nunca ocurrieron pero pueden llegar a suceder y hablan
en apariencia de lo que no existe pero que puede ser posible. No se busca el
elogio de la locura sino el de la reflexión, el de la creación, que en un campo
concreto como el de la literatura, hace posible un mundo abstracto mediante las
palabras. Es quizá en el arte y la literatura donde de mejor manera saltan los
ejemplos para comprobar la necesidad de la utopía y para saber que esa gran
metáfora del mundo, que esa suma de metáforas, conviven como seres vivos con el
universo del pragmatismo. Porque la realidad ficticia existe hasta el punto en
que a un lugar de la mancha van centenares de turistas a ver con sus propios
ojos la ruta del Quijote, los molinos de viento o la taberna donde este
personaje se enamoró de Dulcinea. Y qué no decir de los amantes de Verona cuya
casa, con habitaciones decoradas a la época, reciben la mirada curiosa de
quienes pretenden ir un poco más allá de la leyenda que universalizó
Shakespeare en Romeo y Julieta. Por esa razón, en un mundo donde los valores
bursátiles reemplazan todos los otros, en donde el consumismo y la búsqueda
afanosa de símbolos de estatus hacen que lo subjetivo sea mirado con desprecio
y que se asuma una actitud desdeñosa para quienes ejercen el oficio de la
palabra, es más que positivo que se organicen encuentros en instituciones educativas,
en calles y parques, en universidades y comunas, en museos y bibliotecas, en la
estación del tren o en plazoletas. Esos espacios de encuentro que abundan en
todo el país, merecen los aplausos, mucho más cuando entre el producto bruto
interno no se ofrece el hallazgo del inteligente, siempre menospreciado porque
nace de la rebeldía pero conduce persistente a los inefables caminos del amor y
de la convivencia.