PERIÓDICO EL PÚBLICO
Por: AGUSTIN ANGARITA LEZAMA
El modelo económico del país genera creciente desigualdad social con aumento acelerado de la brecha entre el sector acomodado en el que muy pocas manos acaparan la mayor parte de los ingresos, beneficios y les alcanza para acumular, y el de los desposeídos, en el que muchísimas manos apenas reciben para sobrevivir. Cuando esta desigualdad se mantiene en el tiempo produce consecuencias graves.
El sector pudiente de la sociedad, por su riqueza,  influencias y poder, obtiene privilegios y ventajas que se reflejan en pérdida progresiva de derechos de las personas que hacen parte de los sectores pobres y marginados. Esta tensión social disminuye las personas en el primer sector, reduce a pasos agigantados la clase media y acrecienta sin parar la clase pobre. Algún teórico gritaría que los derechos son inalienables y están en cabeza de cada miembro de la sociedad. Ocurre que los derechos se analizan frente a la vida y no solo ante los tratados académicos.

Esta pérdida progresiva de derechos deviene en apatía, desesperanza, incredulidad, insolidaridad y, también, en rabia, resentimiento y malestar social. Además, abre puertas hacia la delincuencia, consumo de sustancias sicoactivas y otros problemas sociales.
Hay otras consecuencias graves. La desigualdad económica y social camina al lado de la reducción progresiva de habilidades intelectuales. No es sino revisar los recientes resultados que ha obtenido el país en las pruebas académicas internacionales y se podrá comprobar lo que estoy diciendo. Cuando miramos nuestros profesionales, si bien algunos son destacados y brillantes, la media nos muestra una insuficiencia que asusta. Los estudios sobre calidad educativa del Ministerio de Educación demuestran que a mayor ingreso del núcleo familiar mejores resultados en las pruebas Saber de los estudiantes. Hace días escuché una publicidad de un concurso que decía que el Tolima SI tiene talento, como si quisieran demostrar que existe una virtud que se pensaba ausente.
Esta pérdida de habilidades intelectuales se puede constatar en los errores de ortografía, sintaxis y gramática de avisos publicitarios, en vallas, televisión o anuncios radiales, en los periódicos y noticieros, en narraciones deportivas, en comentarios en espacios de opinión, o simplemente escuchando a la gente en el transporte masivo, las colas para pagar los servicios, entrar a cine o simplemente hacer turnos en bancos o entidades de servicio.

La peor consecuencia, a mi juicio, es la muerte espiritual. La desidia y la apatía cunden por todas partes. Crece el sentimiento de no futuro. La música y el arte se crean para vender no para agradar el alma ni para crecer el espíritu. La poesía se defiende como gato patas arriba tratando de no desaparecer. Las librerías viven llenas de basura, de libros de autoayuda, de literatura fácil y comercial. La gran literatura resiste. Los programas de opinión no tienen opción frente a telenovelas o concursos cursis y sin contenidos. Por fortuna, quedan aristócratas del pensamiento que resisten. Se niegan a aceptar el fin de la historia. Ven el mundo con posibilidades y siguen creyendo. Esa élite del saber es la esperanza, como es nuestro deber combatir, sin tregua, la desigualdad.