PERIÓDICO EL PÚBLICO
Por: AGUSTIN ANGARITA LEZAMA
Tengo un recuerdo vivo de ese sábado en la universidad. Era un estudiante que participaba por ráfagas. En ocasiones pasaba inadvertido y en otras era locuaz. Sus experiencias como docente rural varias veces ilustraron los debates sobre derechos humanos en la maestría. Durante clase lo noté taciturno, con mirada bruna y distante. Al terminar la jornada me abordó mientras bajábamos las escaleras. Profesor quiero conversar con usted,  me dijo sin rodeos. Acordamos un sitio para tomarnos un tinto.
Mientras se acomodaba en la silla, me dijo que prefería una cerveza, que si ordenaba lo mismo para mí. Dos botellas heladas nos trajeron a la mesa. Su voz era firme aunque se notaban los esfuerzos que hacía para que no se quebrara. Vivía en la misma escuela donde trabajaba en una vereda apartada de un municipio del sur del Tolima. Allí la insurgencia era dueña y señora del territorio y todo lo controlaba. Nunca se metía con él aunque si lo convocaba a las reuniones con la comunidad. Los pobladores estaban acostumbrados a su presencia permanente. Su esposa y sus dos hijos residían en Ibagué. Ella tenía un pequeño negocio que atender. No querían que sus niños crecieran en medio de ataques, bombardeos, retenes, vuelos nocturnos de helicópteros y aviones fantasmas, y la zozobra de la guerra.
Una tarde, ocho años atrás, llegaron a la escuela dos hombres armados y con los uniformes que usa la guerrilla. Uno era algo mayor y el otro joven. Nunca los había visto. Los niños ya no estaban. Pidieron agua y se sentaron en el suelo a conversar en voz baja. Esto no era usual. Empezó a oscurecer y seguían allí. El miedo fue creciendo. Súbitamente, el hombre mayor empuñando su fusil y amenazándolo, lo obligaron a entrar a la habitación. Pese a su resistencia y sus gritos de auxilio no escuchado, lo violaron…
Al otro día, todavía lleno de pánico, se desplazó hasta el pueblo buscando ayuda médica. El galeno al escuchar su historia le hizo preguntas maliciosas. Eso empeoró su situación. Si ponía la denuncia ante las autoridades podría correr la misma suerte que con el médico. Y se exponía a las represalias de quienes mandaban en su sitio de trabajo. Además era vergonzoso para un varón contar que había sido abusado sexualmente. Más allá de los daños en su integridad física, estaba la humillación sufrida, el sentimiento de culpa y de suciedad, la vergüenza social y el temor a ser ridiculizado en su masculinidad. Optó por guardar silencio.
Su dolor reprimido nunca se calló y lo acompaña a todas partes. Dos años después le contó a su esposa. No comprendió y lo abandonó dejándole los hijos. Él sigue enseñando.

La violación masculina en la guerra siempre ha existido. No es tan frecuente como la de las mujeres pero existe. Es una forma de humillar a los vencidos. No sale a flote ni se denuncia por los estigmas sociales. Pero es un drama real y vigente. Prepararnos para la paz es también prepararnos para dar trato integral y humano a este tipo de víctimas.