PERIÓDICO EL PÚBLICO
Por: Hugo Neira Sánchez.
   Parece que es el lema de la contienda presidencia que va a terminar por fin en pocos días;  Chuzadas acusaciones falsas, ataques personales, “mermelada” etc., con complicidad de alguna prensa escrita y hablada (la cual no tiene censura pero si dueños interesados en su futuro) ha tenido que sufrir el electorado colombiano, que esta asqueado de tanta bajeza usada por personajes que nos va  gobernar durante cuatro años. Realmente es asombroso ver un personaje como Gaviria, cuyo gobierno dejo mucho que desear, bajarse al “Ring político” con su voz aflautada a pelear como un “gamín”, se pregunta uno de que le ha servido estar en el organismo internacional de la OEA codeándose con el jet político mundial!
Por: AGUSTIN ANGARITA LEZAMA
Este título parece ser la consigna de los comerciantes y sus empleados antes que el comprador haya pagado por su artículo. Cuando usted va a una constructora, por ejemplo, la empleada o empleado, dependiendo del sexo del cliente, se para y lo recibe con una gran sonrisa  y con amabilidad pasmosa le muestra con lujo de detalles el apartamento o casa que usted puede comprar. La publicidad que le entregan destaca todas las bondades del producto a vender. Toda inquietud es resuelta a prisa porque el cliente siempre tiene la razón…
Igual cuando va a comprar un carro, nevera o juego de sala. Usted es tratado como si siempre tuviera la razón. Especial mención merecen las empresas que venden telefonía celular. Tan solo al entrar le llueven los encargados de venta de aparatos móviles. No hay duda que no resuelvan y su trato es cortés y amable. La famosa razón que siempre le dieron la pierde usted cuando firme el negocio. La celeridad con la que le vendieron no se compadece con la lentitud y la tramitomanía  con la que le toca enfrentarse al presentar un reclamo.

Detrás de mis Cuentos

Benhur Sánchez Suárez

Los seres humanos, cada uno en su momento, han vivido profundas crisis que los han llevado a responder de diversas maneras para desarrollar sus estrategias de supervivencia. Escribir es una de esas formas para lograr soportar los embates de la realidad. Y esta ha sido, en síntesis, parte de mi respuesta.
Es como si el escritor, al crear un universo imaginario, lograra dominar el universo real donde convive con la desgracia y al mismo tiempo con la alegría, con el odio y el amor, con la lealtad y la traición.
Por eso se dice que las obras reflejan el estado anímico del escritor, su estado íntimo, su manera de enfrentar cada paso hacia el éxito de vivir. En la medida de la constancia y la disciplina se logra ir dominando ese universo imaginario, esas mentiras que han de convertirse en las grandes verdades para los seres humanos que accedan a ese mundo ficticio, que ellos considerarán verdadero. El éxito del escritor está en que le crean sus ficciones y se apropien de ellas.
Carlos Orlando Pardo

Alguna vez José María Vargas Vila se enorgullecía en uno de sus libros por haber provocado varias muertes. Se le notaba en sus frases cortas y contundentes el tufillo de orgullo por aquellos suicidios. Me sorprendió al leerlo porque fui siempre uno de sus lectores y su admirador, ante todo en la catilinaria política que se asimila a una ametralladora pegando usualmente en el blanco. Lo suyo es contundente, ácido y profundo, dicho de manera elocuente aunque retórica. Luego me pregunté ¿Cómo la lectura de un libro puede causar estos extremos? Lo único cierto cuando se recorren las páginas de una historia que impacta es que no quedamos igual. No es tanto a veces lo que se cuenta sino la forma de hacerlo que nos invade con eficacia y nos lleva al cambio. En muchas ocasiones nos vemos reflejados en una situación como si escribieran nuestra propia vida o por lo menos aspectos de ella que nos sorprenden y nos conducen a la reflexión. Todo aquello quedó como un pasaje olvidado de mi oficio hasta cuando llegué a escuchar de una de mis lectoras, en Miami, que tras leer mi novela Verónica resucitada, no sólo se detuvo varias veces a llorar,- lo que me confesaron públicamente varias, sino cómo duró dando vueltas varios días y se dirigió a la casa de su madre. Llevaba 20 años sin hacerlo y gracias a la lectura de la novela, decidió perdonarla. No quise preguntar cuál sería su pecado- advirtió que no era tan grave como el de mi protagonista, pero que sintió cómo su existencia regresaba a los cauces normales y se despojó del peso que en tantas ocasiones lo sobrevellaba como una dura carga. Una especie de corrientazo me recorrió y advertí días después, gracias a Jackie, que por ese solo hecho valía la pena haberla escrito. La verdad es que no medimos lo que pueda despertar un libro cuando decidimos abordarlo desde las obsesiones más recónditas ni mucho menos saber, a la larga, que por encima del deleite estético, vaya a tener tales efectos. En otras ocasiones, por ejemplo con mi último trabajo publicado, El beso del francés, los comentarios no se hicieron esperar. Me dijeron que ignoraban totalmente tantos secretos de los que llegaron a fundar mi tierra natal, que se dedicaron a buscar en otros libros lo ocurrido tantos años antes y que por fin sabían los secretos de su prehistoria. Todo esto podría tener cierta validez, pero se trataba de una novela y no de la historia propiamente, pero estos lectores se apropiaban de ella como si en absoluto todo lo contado fuera estrictamente cierto y olvidando, de contera, que hablaban de un libro de ficción. No hago sino evocar cómo, el inmenso Juan Rulfo dijo alguna vez, de qué manera la literatura es una falsedad pero no es una mentira. Al final entiendo que por encima de los medios de comunicación de hoy que son tan maravillosos, los libros continúan representando un ritual mágico donde un lector solitario se enfrenta a una ficción y como Supermán, al tomar un carbón en sus manos, al apretarlo, se convierte en diamante. Aquellas acciones fingidas en todo o en parte que causan placer estético a los lectores o en otros casos sufrimiento, genera caracteres, pasiones y costumbres que simulan un espejo de la realidad, su otra cara, regresándonos a la vieja tradición de la humanidad en escuchar primero historias y luego leerlas cuando la escritura surgió. Queremos saber cosas, esculcar en pasajes de otras vidas y sentirlas no ajenas. ¿Acaso no existe la estación en España, con restaurante incluido, de donde el señor don Quijote declaró su amor a Dulcinea? ¿No examina uno con curiosidad la casa y el balcón en Verona, Italia, donde se declararon su amor Romeo y Julieta? Todo se volvió verdad cuando no era sino parte de una leyenda y más aún, de una historia contada en libros literarios. Es casi como en la historia de Ionesco en Seis personajes en busca de autor, donde uno de los protagonistas asesina al creador de la obra. La responsabilidad de la palabra escrita no es poca cosa. De ahí la obligación que tenemos los escritores de verdad para atrevernos a relatar algo. Cuando el texto sale publicado en busca de lectores ya no nos pertenece y cuando ellos se apropian de la historia como me ocurrió con la lectora descrita, sentimos alegría pero también la tristeza del hijo que se fue.
Por: AGUSTIN RICARDO ANGARITA LEZAMA
Que grandes emociones no ha deparado este Giro de Italia. Ya la jornada matinal se empieza a entorpecer porque desde muy temprano uno quiere pegarse al televisor a disfrutar de la intensidad de una carrera donde los corredores colombianos han marcado la pauta. Ya un gran ciclista europeo, experto en trepar montañas, había vaticinado lo que estamos viendo. Al conocer las primeras camadas de ciclistas colombianos que se aventuraron en las carreras europeas, expresó que cuando aprendieran los secretos del ciclismo en el viejo mundo serían temibles y casi imbatibles.
Fue en un día lluvioso y triste de mayo, en el año 66,cuando vi llegar, con su rostro pálido y fantasmal, su barba incipiente, su dicción entrecortada, tímida y  nerviosa, arrastrando las erres, como el Julio Cortázar que luego conocí en Paris, a un joven que me pedía, con un cigarrillo entre  sus labios, que, como director de  el diario El Cronista, le diera cabida, en nuestra página literaria que dirigía el poeta Emilio Rico, a  un breve ensayo  suyo sobre la obra de Marcel Proust. Entablamos un diálogo que se prolongó por varios minutos, pese a los afanes que trae el trajín  angustioso de dirigir una publicación diaria. De entrada, comprendí que se trataba de un evidente talento literario, de un hondo espíritu crítico, de un lector dedicado y culto. Un personaje que, por su modestia y  su talante bohemio, estaba refundido en la provincia. Desperdiciado, en un ambiente que no era propicio a sus inclinaciones intelectuales, a su ambiciosa y bien sólida pretensión literaria y a su meta codiciada de escribir una novela, precisamente en la época en que empezaba a despuntar el  llamado boom latinoamericano con sus figuras estelares Juan Rulfo, Octavio Paz, Carpentier, Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, entre otros. Era Hugo Ruiz, ya conocedor de la obra de todos ellos, lector, además de Faulkner, de Borges, de Bioy Casares. Simpatizante de la poesía de César Vallejo, Miguel Hernández, Barba Jacob, Verlaine, Baudelaire, Poe. No simulaba sus conocimientos y arbitrarias predilecciones y discurría con soltura y densidad, amparado, además,  por una terca, minuciosa e  independiente visión de las obras de todos estos autores, leídos en sus soledades, al amparo comprensivo y protector de su madre, en la casona solariega de la quinta con doce, en la Ibagué de sus pasiones desbordadas,  sus sueños, sus amores y sus discusiones interminables y  obstinadas, con amigos u ocasionales adversarios de café, de bar, o de esquina.. Ese día lejano en las  antañosas instalaciones del mejor diario escrito que ha  tenido el Tolima, en los últimos 60 años, nació una amistad franca, leal, controversial, amena, y firme, que solo interrumpió, vandálica la muerte. Nuestras tertulias memorables en la casa abierta de Carlos Orlando Pardo, sin duda su más entrañable y cercano amigo, nos permitieron gozar, por muchos años gratos, el espectáculo de su talento, su memoria, la terquedad con la cual ,emitía sentencioso sus juicios críticos, sobre libros y autores, con una admirable solvencia,y una profundidad imbatible. Solo una vez lo derroté en una apuesta cuando al evocar yo un soneto de Eduardo Castillo, él se empeñó, caprichosamente, en negar esa autoría, hasta el punto de cometer el desatino de llamar a las 2 de la madrugada a nuestro común y admirado amigo amigo, ser humano excepcional, el enorme escritor cartagenero Germán Espinosa, para que diera su veredicto final sobre la memoriosa disputa poética. Espinosa creyó, por la impertinencia de la llamada de Hugo Ruiz, a  despertarlo a esa hora insólita, que se trataba de una noticia trágica. Y lo fue, finalmente, para nuestro amigo que duró, varias semanas ,para reponerse de esa "derrota" literaria. Es un hermoso recuerdo que Pardo y yo no olvidamos, pues  estamos, venturosamente vivos, para contar la anécdota. Con la publicación y el  éxito de la novela de Hugo, se cumple la sabia sentencia, de que solo vivimos, más allá de la muerte, cuando somos capaces de escribir y de tener lectores, lejos de  nuestra propia vida.


Nos fuimos disolviendo en el tiempo con la creencia cierta de que la novela de Hugo Ruiz era un fantasma que rondaba la vieja casona de la doce con quinta, que asomaba de vez en cuando, siempre esquivo, sin dejarse aprehender ni siquiera de su autor. Estoy sorprendido, pues luego de tantos años, se produjo la transfiguración del mito y hoy los tolimenses podemos con entusiasmo celebrar por fin la aparición (en las tres primeras acepciones de la palabra: acción y efecto de aparecer; visión de un ser sobrenatural o fantástico y fantasma) de Los días en blanco. Balada muerta de los soldados de antaño. El taciturno y siempre nostálgico Hugo se salió con la suya, de manera póstuma, como tal vez lo sabía internamente. Novecientas cincuenta y ocho páginas que lo atormentaron para siempre y por siempre, ven la luz en los ojos cegados de un hombre que creyó en lo que hacia. Un abrazo de regocijo por el paisano que también lo logró.