Mi madre me enseñó desde niño que el desagradecido no tiene sino un defecto, porque con ese los tiene todos. Me formó en la convicción que cuando se recibe un favor hay que mirar fijamente a los ojos del dador y decirle desde el alma ¡gracias! Me explicó que la diferencia entre vivir con el alma llena o vacía es el agradecimiento. Aprendí entonces, que la ingratitud no es como el trueno que asusta sino como el rayo que mata, que hace daño, que lastima corazones y hiere conciencias.
Marín Lutero decía que existían tres perros muy peligrosos que cuando mordían dejaban graves heridas y muy profundas: la ingratitud, la soberbia y la envidia. Hay personas que reúnen en ellos a los tres perros y son, por lo tanto, terriblemente peligrosas: soberbias, envidiosas y desagradecidas.