El desamparo recorre las páginas de El inquilino, la primera novela de Guido Tamayo con la cual ganó el Premio Nacional de Novela Breve organizado por la de un tono literario que sabe disimular con equilibrio de malabarista y que de entrada muestra un estilo bien particular. La obra de Guido Tamayo la conforman escenas fugaces, instantáneas sin aparente trascendencia, pero cada una de ellas es un relámpago que ilumina el rastro y el alma de los fragmentos de una existencia que se refleja con un sin sentido supuesto para comprobarnos, cada vez, la encarnación del desasosiego y de la muerte que ya lleva puesta el protagonista desde antes. Pinta lo momentáneo que es permanente en una vida destinada al fracaso no tanto por falta de ambición como de estrella, en donde el desolado ambiente interior levanta la polvareda de la soledad que sólo espanta sus ojos en el fondo de las copas de alcohol,
Carlos Orlando Pardo |
un ángel de la guarda que le impide la lucidez para verificar lo chato de una cotidianidad enfermiza. No es el sentimiento de derrota el que viste a su personaje y a quienes recorren de una manera íntima su vida, sino el de la resignación inconsciente como única salida posible en seres dispuestos a aceptar lo que traiga el día o la noche. Son figuras que parecen intangibles al resto de los que cruzan por su lado como si ya fueran fantasmas, reflejando almas en pena similares a lo que describen del Judío Errante y que en cuyo semblante se adivina que no conocen la felicidad sino algunos escasos momentos gratos donde la tortura acompaña el tránsito de una vida marginal y marginada bajo el signo de la literatura como salvación, la única que justifica su existencia. La historia no nos deja indiferentes sino dolidos y trae en primer plano a un hombre que siempre estuvo casi etéreo para muchos como un inquilino impalpable, pero que cargaba su fardo de sueños alimentados en una vocación gozosa por la literatura y una obra en marcha que reposaba al lado de los ceniceros. Lejos del lenguaje poético pero en la extraña poesía del desarraigo y en el triunfo de la derrota, la obra surge como la supuesta victoria del trashumante que hace lo que quiere con su exilio voluntario, del que no tiene más patria que las evocaciones y que vive sin vivir entre la soledad y los sueños aplazados evaporándose siempre en el humo de sus eternos cigarrillos y la pestilencia de la pobreza sin remedio. La novela logra seducir y estremecer porque el personaje que habita en el abismo y encarna muchas veces el vacío, sabe que, como dijera Manuel Mejía Vallejo en El día señalado, “siempre tuvo que nacer y que morir un poco. De niño dijo las palabras de los niños y de hombre hizo lo que los hombres hacen cuando no tienen más remedio.” Ni siquiera es el desencanto sino el encantamiento del vacío y no es lo que dice sino lo que sugiere, no es lo que cuenta sino lo que deja de contar como negando la anécdota en sí, pero creando la atmósfera plagada de monotonía y agonía permanente. La novela nos eterniza una llama al viento y a un perdido que tiene amigos del alma y encuentra al novelista para que lo haga vivir siempre en las páginas del dolor sin dramas ni quejas ni lamentos. La lectura de El inquilino trasciende, no nos deja iguales a como estábamos antes de ingresar a sus páginas porque quedamos habitados de nostalgia y desazón, por encima de lograr adivinar fácilmente a quienes conocimos al protagonista de la vida real que aquí está más allá de las palabras. Aquella Barcelona que compartí con el escritor y el héroe de la novela en las infaltables caminatas por Las Ramblas, los bares del barrio gótico y una bohemia proverbial, deja el aliento para las evocaciones y el alumbramiento de una nostalgia por el amigo perdido, el inolvidable narrador Miguel de Francisco que nunca faltará en nuestros recuerdos, mucho más con esta muy buena novela que lo invoca para que recorra de nuevo la vida sin que lo dañe el humo de la indiferencia.