Por: Benhur Sánchez Suárez
Cuando hablamos de los grandes maestros de la pintura
nos referimos a aquellos que han transformado el pensar y el sentir de la
sociedad donde se han desarrollado. Dicho de otro modo, han renovado el
espíritu de su época y han prolongado en el tiempo la impronta de su obra.
Vienen de inmediato a la memoria pintores como Leonardo Da Vinci, Rembrandt Van
Rijn, Francisco de Goya, Pablo Picasso, Auguste Renoir, Jackson Pollock, entre
muchos otros.
Pero sucede que hoy en día ya no existe sólo el
concepto de pintor sino que se impone de manera más global el de artista, el de
creador, que a partir de la imagen busca esa transformación en la sociedad que
le ha tocado en suerte.
Es decir, es igualmente artista quien pinta como el que
fotografía o instala, quien actúa como el que graba, y son igualmente
respetables los géneros que escoja cada uno para dejar testimonio de su tiempo.
Además, una era de especialización como la actual hace pensar en que un humanista
de la altura de Leonardo da Vinci ya no es posible —hoy se lo llamaría “todero”
sin ningún pudor—pues se impone el ejecutor hasta la perfección de una sola
disciplina. Los tiempos son otros, por fortuna. Y todos los ejecutores tienen
cabida en un solo nombre: artista.
Esta realidad nos cobija a todos. Por eso es
indispensable reconocer que la historia del arte en el Tolima es rica y
aleccionadora. Superado el trauma de una escuela de bellas artes clausurada,
bien puede decirse que el artista tolimense ha asumido los diversos movimientos
del arte universal con la dignidad de quien se sabe parte de la región pero
también del mundo.
Y ha viajado para formarse y ha roto con su nomadismo
el encierro de la provincia. Ha actuado siempre con mente abierta. Con tesón y
disciplina. Y con talento.
Desde Gaspar de Figueroa, en la Colonia, Lucas Torrijos
en el siglo XIX, Carlos Granada en el XX, hasta Alejandro Viana en la
actualidad, hay una historia llena de matices y de contradicciones, de
tragedias y fracasos, pero también de éxitos cotidianos que refuerzan en el
imaginario popular la idea de una raza que empuja y sale adelante por encima de
toda circunstancia.
El paisaje, tanto exterior como interior, los seres
humanos como protagonistas, sus comportamiento, su ideología y su historia, han
quedado registrados en la obra de nuestros artistas.
Tanto la herencia de Julio Fajardo y Darío Jiménez, de
Jorge Elías Triana y Fernando Devis, como la florescencia de Carlos Granada y
Mariana Varela, de Germán Botero y Darío Ortiz, de Claudia Ortiz y Rodrigo
Facundo, de Yesid Gutiérrez y Olga Martínez, nos confirman el vigor y la
permanencia del arte en el Tolima.
Cada vez es más imperioso que registremos en nuestra
retina su desarrollo. Que lo discutamos. Que no permitamos que el tiempo se
ensañe, con sus leves aunque letales capas de olvido, en su legado artístico.
Necesitamos disfrutar sus obras porque sabemos que el
mejor homenaje que les podemos hacer es asimilar sus creaciones como parte
indisoluble de nuestro espíritu. Por eso el Museo de Arte del Tolima las
conserva y las exhibe.