PERIÓDICO EL PÚBLICO
Carlos Orlando Pardo
No es fácil registrar la partida de amigos entrañables con quienes compartimos la vida y los sueños de una manera intensa y definida. Da uno vueltas alrededor del escritorio antes de sentarse mientras las lágrimas caen y nos asaltan las imágenes de la existencia acompañada.  Para muchos el registro dirá que fue Contralor del Tolima en dos ocasiones, diputado a la Asamblea, gerente de la Beneficencia del Tolima, Secretario de Despacho de la Gobernación y un batallador de la política por los tiempos en que la corrupción no había llegado a sus entrañas. Para nosotros no basta el abogado ni el consejero eficaz y sereno o el certero columnista de varios medios a lo largo de décadas, e inclusive el entusiasta miembro fundador de la Academia de Historia del Tolima puesto que sobrepasaba todo este talante. Para nosotros encarnaba a un luminoso ángel de la guarda desde cualquiera de sus trincheras para la cultura. Fue un guardaespaldas y estimulador continuo de Pijao Editores sin que faltara su respaldo a la locura o su alegría cómplice para la tarea.


El norte del Tolima fue el cuartel de sus luchas y si de su tierra natal hizo un devocionario, de Armero podríamos decir que fue su templo. Alguna tarde, en una de las tantas tertulias que gozamos, conversando concluíamos sobre sus orígenes y cómo, para un poblado como el Líbano, la aparición de los King no fue nada extraña puesto que los apellidos extranjeros venían desde el tiempo de los fundadores. Fue a finales del Siglo XIX cuando llegó el primero, precisamente Juan King, procedente de Marlboro, en Inglaterra, contratado para la construcción de los puentes del ferrocarril en Ambalema. Se estableció para entonces en Honda y allí terminó enamorado no sólo del paisaje y la arquitectura de una ciudad colonial, sino de Carmen Castellanos con quien iría a casarse en Guaduas y de cuyo matrimonio hubo dos hijos llamados Alonso y Juan, quien ya grande, entre sus descendientes, tuvo a Guillermo que partió un día para el Líbano y después de múltiples negocios y luchas se casa con Edelmira Rodríguez, oriunda de Chiquinquirá. La tierra del norte del Tolima parecía perseguirlo como un imán, y es allí donde lo nombran recaudador estanquero de Santa Teresa por los años 40 del siglo pasado, siendo trasladado a Murillo. Sin embargo, la violencia que abrió sus fauces en 1950 tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, lo empujó a establecerse en el Líbano, donde precisamente nacieron sus hijos Gabriel, Humberto, Fernando y Clara Inés. Fernando, ingeniero, vive en Vancouver, Canadá desde hace casi medio siglo; Clara Inés es sicóloga y directora de un colegio en Bogotá, Gabriel  fue abogado y Humberto un maravilloso e inolvidable médico y poeta clandestino. Gabriel se casó con nuestra querida amiga Rosa Eugenia Naged, periodista y pintora cuyo abuelo era de la legendaria Bagdad y quedan sin él físicamente sus dos bellas hijas, Glenda Vanessa, abogada residente en Canadá y Sheila que se desempeña triunfando como sicóloga. Todas las tertulias a lo largo de décadas disfrutando con escritores e intelectuales, con músicos de primera y analistas, con gente del común, nuestras familias y amigos cercanos, tuvieron su presencia participativa, pues se trataba de un lector enfermizo y un estudioso propositivo alrededor de los problemas del país y la región. El lanzamiento de no pocos libros tuvo su patrocinio y la continuidad en una fraternidad sin sombras nos ligó para siempre. En mi última novela publicada, El beso del francés, no podría faltar su protagonismo como lo que fue: un hombre bueno y ejemplar cuyo recuerdo cálido nos acompañará hasta el último día, ya que comulgamos el estribillo de aquella canción cuando afirma que a los amigos se les lleva es en el alma.