Por: Carlos Orlando Pardo
Soy orgulloso de haber visto
mi primera luz en aquella aldea que se fundara un día como hoy, el 27 de enero
hace 148 años y que en la actualidad es un pueblo lleno de historia y
esperanza. El decreto de José Hilario López como presidente de la Asamblea y
firmado en Natagaima en 1866, nos refiere cómo tiene la oficialización de quien
años más tarde liberaría los esclavos en Colombia. Todo el itinerario de la
aldea a los tiempos que cruzan, nos deja la seguridad de su vinculación desde
la montaña a los diversos procesos culturales y políticos que tuvo la nación.
Isidro Parra como su primer alcalde, pionero de luchas y progreso es su magna
figura histórica, a quien devoto seguí a lo largo de no pocos años.
Desde 1963 cuando tenía 16,
tuve en mis manos el libro Arrieros y fundadores de Eduardo Santa que mis tías
paternas compraron para repartir orgullosas entre sus amigas en Bogotá. Se
trataba del primer proceso detallado sobre quienes fundaron El Líbano, mi
pueblo natal, producto de la colonización antioqueña. Lo leí como un libro de
aventuras y aquella epopeya casi bíblica habría de marcarme desde entonces.
Pasó medio siglo y a lo largo del camino me tropecé no pocas veces con
historias semejantes y con otras que el maestro Eduardo Santa iba profundizando
alrededor de este fenómeno del siglo XIX, hasta que la curiosidad me llevó a
pensar en escribir una novela sobre este itinerario. Duré por lo menos 13 años
en la lectura de otros textos y en conversaciones que me conducían a tomar
apuntes y a imaginar cómo sería mi trabajo, acercándome a un tema no bien
explorado de aquel proceso como fue la llegada de los franceses a lo que era
Colombia y la presencia de una monja clarisa que arribó de la mano de Desiré
Angee, uno de los primeros pobladores junto a dos coterráneos suyos. ¿Que lleva
a que una monja convencida se case o se una, mejor, con un francés ateo? Es
parte de lo que decidí contar desde el interior de los personajes, pero más
allá, el épico suceso de un puñado de colonizadores antioqueños que huyendo del
hambre en su tierra dieron lugar a la creación de más de un centenar de
municipios colombianos. Toda esa variopinta sucesión de hechos notables
en el siglo XIX quise dejarlos allí, no tanto para tratarlos desde lo que
algunos llaman la novela histórica sino como una ficcionalización de la
historia donde el movimiento entre la aventura, el romance, la guerra y la
muerte tienen su escenario.
Los ejes temáticos que
transcurren en esta novela, se mecen con marcada tensión entre la persecución y
la muerte, las guerras y la lucha por la tierra, los enfrentamientos por las
ideas y la búsqueda persistente de un paraíso donde viva la paz. Una monja que
huye del destierro al que la confina el presidente Mosquera, un arquitecto
francés que llega a la construcción del Capitolio Nacional huyendo de las
posibles catástrofes después de la caída de Napoleón y un colono que funda
pueblos y al que le cobran sus creencias con el asesinato, son los
protagonistas de la obra. Si los menciono, allí están Mercedes González, Desirè
Angee y el general Isidro Parra que cruzan sus destinos al calor de las guerras
sucesivas del siglo XIX. La monja vestida de civil enfrenta la más terrible de
sus batallas que era consigo misma tambaleante entre la castidad y el placer,
el infierno anunciado por violar sus creencias y el cielo que le ofrecía la
circunstancia de descubrir su cuerpo y sus sentidos. Precisamente el ciudadano
francés ateo Desirè Angee encarna su tentación y su tortura, su salvación y su
nunca antes soñado estado de la libertad y el amor. El general Isidro Parra,
liberal íntegro, encarnó el diverso ejercicio de espiritista, empresario,
minero, traductor, educador, pionero de la industria del café, guerrero de
atinados aciertos y estratega, agricultor enamorado de su oficio, fundador de
un pueblo próspero y culto y en esencia, el de un humanista. Se trata de un
retrato íntimo y apasionante alrededor de seres excepcionales. Es mi homenaje
desde lo literario a esta población que llena mi espíritu de orgullo.